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Columna
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La musa de Verdi

Tres días antes de que desembarque en Cartagena Amadeo de Saboya para ser proclamado rey de España, un trabucazo acaba en Madrid con la existencia de Juan Prim, instigador de este cambio dinástico.

Sucede un 27 de diciembre de 1870 en la calle del Turco, en las inmediaciones del palacio de Buenavista. Días después de la tragedia y a la misma hora, cruza por la citada calle -que hoy lleva el nombre del Barquillo- un carruaje como el de Prim. En su interior, una mujer de peluca barroca cuenta el asesinato del político al caballero que viaja con ella.

Este caballero figura en el séquito del monarca Amadeo con el oficio de compositor. Impresionado por el relato de la dama, el músico corre las cortinas del vehículo y eleva la presión arterial y el tono vocal de la narradora hasta extraer de su pecho un agudo affettuoso.

No duda la mujer en proclamarle artista al descender del carruaje. Volverá a proclamarlo esa noche en un palco alto del teatro de la Zarzuela mientras Arderíus representa un bufo y, ya de madrugada, en la cama de su alcoba, vecina de la Casa de las Siete Chimeneas, donde los gatos más feroces se asustan con los arpegios que arranca de su garganta el huracán amoroso.

Tras cumplir como un hombre, el músico italiano enseña a la mujer la partitura de la ópera que este nuevo año de 1871 estrenará en Egipto. La mujer examina el papel pautado, se levanta de la cama, despierta al pianista sueco, elige una clámide y su peluca más exótica, y aborda en el salón de té la romanza de tenor que quien tenga la fortuna de oírla jamás olvidará.

-Celeste Aida, eres mi musa -exclama el músico tras la interpretación de la cantante-. Y sobre el lecho de su alcoba y bajo la clave del sol invernal, se funde con ella en mordentes y apoyaturas que el pianista sueco, desde su abnegada tercería, secunda en el salón de té con trémolos y pizzicatos.

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El compositor invita a su amiga madrileña al estreno de la ópera como si se tratara de una excursión voluptuosa: zarparán por el Nilo en barco de nombre extranjero, practicarán las posturas del santo becuadro, la corchea difusa y el acorde con mayonesa... Ante el entrevisto horizonte de placeres, la dama encarga pelucas de ébano, cendales, corsés y otras picardías. ¡Será inolvidable su reencuentro a la sombra de las pirámides!

Acompañada por el pianista sueco en su desairado papel sordomudo, la dama ensaya candentes bemoles y gorgoritos de insuperable obscenidad. Pasan los meses, en el salón de té se amontonan bultos y fardos y la invitación del compositor se retrasa tanto que la ópera se estrena sin que ella se mueva de su casa, donde un buen día comparece un compatriota de los antiguos faraones -que actúa de comparsa en Aida- y revela con impecable fraseo que el músico italiano prefirió en esta ocasión otros embarques.

-No renegaré de su nombre-. Y ante el elenco de amas de cría que contrata en La Gota de Leche para alimentar el fruto de su arrebato melómano, anuncia la despechada: 'Le impondré su apellido'.

En memoria de quien la descompuso, funda un conservatorio en los Altos del Hipódromo para sensibilidades precoces, estimula la potencia tímbrica y las cuerdas más bajas de sus alumnos, afila flautas y ocarinas, participa en rondallas de zambombas y rabeles, y coloca a su pianista sueco al frente del Elíseo de Recoletos, ese baile de criadas y de horteras, según Federico Chueca, para que todos canten, cuando estén pasados de copas, el brindis de La traviata.

Sueña con que se repite la historia esa mañana de 1912 en que un anarquista asesina al presidente Canalejas en la Puerta del Sol. Ella oye el disparo a la altura de Lhardy, abre la puerta de su vehículo y un joven siciliano le comunica el magnicidio con frase de Cavalleria rusticana: 'Han matado al compadre Turiddu'. Ella recuerda el episodio de violencia que la unió con Verdi y responde al joven: 'Ritorna vincitore'. Pero cuesta reconstruir la pasión de hace 40 años sobre la cama de su alcoba porque el siciliano no se conmueve cuando ella ejecuta tarantelas y berceuses en el salón de té. 'De tu música sólo entiendo la letra', le confiesa el mozo. 'Pues si sabes de letras eres escritor', decide ella. Y exige al pianista sueco que sus compatriotas de la academia le den el Nobel.

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