El resplandor incesante de la montaña negra
HAY ÉPOCAS que parecen querer devorarlo todo y a toda prisa. Otras, en cambio, se complacen en una lenta y desesperante digestión, si es que no caen en la anorexia y se niegan a admitir nada nutritivo. La nuestra parece de estas últimas, y la que vio el centro del pasado siglo XX se nos aparece cada vez más como la apoteosis de la hiperactividad creativa. Lo vemos (con aniversario y todo) en la muestra que el Centro de Arte Reina Sofía dedica al Black Mountain College. Lo que comenzó en 1933 como una experiencia de enseñanza de las artes, comunitaria y libre, en unos pabellones de la iglesia protestante Blue Ridge Assembly, en Carolina del Norte, terminó convirtiéndose en un vórtice de creatividad cuyos rescoldos aún alumbran. Y no es uno de sus menores méritos el que la música ocupara un lugar de privilegio en un lugar donde trabajaban creadores plásticos, filósofos, dramaturgos, poetas, lingüistas, psicólogos, historiadores o bailarines.
La nómina de nombres que pasaron por allí hasta su cierre en 1957 es apabullante y agotaría estas líneas. Pero, durante décadas, en España Black Mountain College significó para los que buscaban claves creadoras, desde las brumas del franquismo hasta la insuficiente normalidad posterior, el mítico lugar del primer happening de 1952, hace ahora de ello medio siglo. Allí, bajo el hechizo de John Cage, se desarrolló un ritual artístico en el que danzaba Merce Cunningham, pintaba (o algo parecido) Robert Rauschenberg, tocaba el piano (o algo similar) David Tudor y leía poemas Charles Olson, todo al mismo tiempo, por supuesto. Los comentaristas posteriores hablaron de una vuelta a Dada y al espíritu del cabaret Voltaire; más tarde llegó Fluxus y sus acciones, mucho más tensas que el, en el fondo simpático, primer happening; luego el arte conceptual y la performance dieron cuerpo teórico a un arte sin límites precisos entre las viejas disciplinas; y con los años la expresión artística en la que no se sabe dónde termina el espacio y comienza el tiempo se ha convertido en un estándar que domina y aburre en las muestras de arte globalizadas de nuestros días.
La música en el Black Mountain College tuvo muchísima más presencia que en el centro del que parecía tomar el relevo: la Bauhaus. En el célebre instituto alemán su presencia quedaba reducida a la inclinación que por ella sentían personalidades como Klee, Kandinsky y otros. Pero no deja de ser sintomático que el único alumno que tuvo la Bauhaus y que era músico, Stefan Wolpe, terminara de profesor en el College de Carolina del Norte. Este atípico judío berlinés pasó por todos los ismos que sacudieron la República de Weimar (serialismo, comunismo, judaísmo...), siempre con un notable sentido de la inoportunidad, antes de recalar en Estados Unidos y contactar con la vanguardia plástica neoyorquina (fue un provechoso amigo de Esteban Vicente) y desarrollar un fecundo magisterio y un sincretismo que le dio notoriedad en la posguerra, un olvido posterior y una resurrección en nuestros días, especialmente en este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento y Berlín recupera los restos de su nefasto siglo XX.
Pero, además de Cage y Wolpe, Black Mountain College recibió a músicos, maestros y alumnos, como John Evarts, Heinrich Jalowetz, Edward Lowinsky, Lou Harrison o David Tudor. Y no es poco mérito que tuvieran como colegas a pintores como Josef Albers, Willem de Kooning, Franz Kline, Robert Rauschenberg o Robert Motherwell; a literatos como Charles Olson, Joel Oppenheimer, Robert Creeley, William Carlos Williams; bailarines como el citado Merce Cunningham; cineastas como Arthur Penn, o incluso personalidades como el visionario arquitecto Buckminster Fuller o Albert Einstein. Pero hay otro músico cuya influencia, quizá, lo bañó todo aunque nunca estuvo allí: Eric Satie. Cage lo evocó sin cesar en esos años y la representación de La trampa de la Medusa que le dedicó fue, posiblemente, la prehistoria del celebérrimo happening.
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