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Columna
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Vanidad

El otoño se presta a consideraciones sobre la mutabilidad de todo aquello de lo que tenemos constancia, pero lejos de invitarnos a una reflexión atrabiliaria sobre lo que fue y quisimos que durara, nos ofrece la belleza del cambio, el esplendor de lo mutable. Desearíamos que su mutación perdurara, siempre cambiante, siempre deslumbradora, y que no llegáramos a pisar nunca las hojas secas que señalan su término. Ofreciéndose como espectáculo de lo que cambia, el otoño nos lo hace perceptible, pero nos impide considerarlo como un perjuicio o percibir un final en lo que se nos da de hecho cual una bendición. En su vanitas no hay reflexión, sino canto, el oropel de una vanidad que el invierno nos la desvelará en su desnuda verdad.

El libro de Montaigne es también un otoño. En él la reflexión es canto y la permanente mutación de una vida nos ofrece el colorido de sus hojas en un espectáculo sorprendente. De su quehacer como escritor nos dirá que él nunca corrige, sino que añade; de esa forma, su libro escapa a toda fijación y quedarán en él bien perceptibles los cambios en la naturaleza y entendimiento de quien lo hizo. Su yo de antes y su yo de ahora son dos, nos dirá Montaigne, o quizás legión, y él no podría decir cuál es el preferible de ellos. Corregir el libro supondría optar por un yo u otro, y no, el libro fue escrito por todos ellos. Sutil vanitas que encierra la mayor vanidad que vieron los siglos. Y para que no quede duda al respecto, Montaigne sancionará: 'Mis Ensayos son (...) los excrementos de un espíritu viejo, y por tanto, ya estreñido, ya descompuesto, e indigesto siempre'. Sí, ¡pero cómo goza del espectáculo de su escatología!, de ese otoño en el que se instala, siempre a la espera de la muerte.

Es ya un lugar común hablar de la vanidad de los escritores, incluso de quienes, como Montaigne, tratan de excremento a su obra, a sabiendas de que en realidad son ellos el excremento de aquélla. Gloriosa defecación, porque Montaigne sabe que su libro le hace, que él no es sino ese espectáculo de sí mismo que su libro le ofrece, una paleta de mutaciones en la que podrá predecir y saborear su propia muerte. También su libro perecerá, nos augura Montaigne, pues al cabo de cincuenta años la lengua francesa habrá cambiado tanto que la que él utiliza resultará incomprensible. Se equivocó, por supuesto, ya que su libro sigue bien vivo, y nos cabe preguntarnos si era sincero en sus afirmaciones o si recurría a algún tipo de argucia. Si escribía para morir también en su escritura, su libro no se debería a un ejercicio de vanidad, sino a un deseo de vivir de forma más auténtica un tiempo ligeramente más largo que el que la naturaleza le asignaba. Su libro sería el cuerpo mutable en el que se realizaba la vida de Montaigne.

Naturalmente, las cosas no son tan sencillas. Montaigne sabía que lo que se escribe permanece, dado que su libro está repleto de sarcófagos, de citas de otros escritores que lo precedieron en el tiempo. Es presumible que albergara la esperanza de que escribía para perdurar, de que ese otoño que elaboraba no encontraría su invierno. Henos, pues, de nuevo ante la vanidad como móvil de la escritura. Pero las cosas siguen sin ser tan sencillas, porque si bien la tarea de escribir es tan descabellada que sólo la vanidad parece justificarla, es igualmente cierto que sólo por vanidad nadie realiza una apuesta tan definitiva con el fracaso. La vanidad es un condimento de todas las actividades humanas, no sólo de la escritura, y quien sólo escribe por ella escapa a la esencial apuesta que Montaigne sí realizó: hundirse en el cuerpo mutable de un otoño destinado a la muerte.

La obra o la vida, esa es la gran encrucijada para quien no se conforma con firmar manifiestos, es decir, con la vanidad. En realidad, la obra es la vida, y como toda vida ha de llevar en sí el germen de la muerte: se escribe para morir. Como Montaigne en su torre, Proust se encerró a escribir en una habitación acolchada. Tras una vida de esnobismo y ociosidad, y después de ver rechazado en agosto de 1909 el manuscrito de Contre Sainte-Beuve por Le Figaro, Proust se encierra de por vida a vivir su libro otoñal con la única garantía de la muerte. ¿Por vanidad? ¿Qué ocurre, durante ese mes de septiembre de 1909, en la vida o en la cabeza de Proust?, se pregunta Roland Barthes. Bien, ése es el gran misterio.

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