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Humanizar la ciudad

En un planeta en el que cerca de un ochenta por ciento de las poblaciones de Europa, América y Australia viven en asentamientos urbanos, al tiempo que en África y Asia la población urbana ronda ya el cincuenta por ciento, el debate acerca de la vitalidad de las ciudades se impone como uno de los más necesarios e interesantes de las próximas décadas. A ello contribuyen además, de una parte, la constatación del nuevo papel que las ciudades están ya jugando en una economía mundial en acelerada evolución, así como del incuestionable impacto que el desmesurado proceso de urbanización tiene en el medio ambiente del planeta. De otra, la impresión, cada vez más generalizada, no sólo en medios académicos sino también sociales, de que la ciudad ha de ser un espacio privilegiado para la superación de la actual crisis que padece el proyecto democrático, así como para la gestión de la multiculturalidad y la pluralidad, elementos clave del nuevo milenio.

Pero, con demasiada frecuencia, las reflexiones que se hacen alrededor de la ciudad, incluso los esfuerzos planificadores, los grandes proyectos y actuaciones urbanísticas, incurren en el error de adoptar una visión parcial, reduccionista, de la multiplicidad propia de lo urbano, olvidando así que, los distintos aspectos que caracterizan a la ciudad, desde la edificación de viviendas al transporte o desde la segregación social a la calidad del aire que respiramos, constituyen aspectos estrechamente interrelacionados que obligan a comprender y asumir la ciudad como un todo orgánico, como una realidad compleja y dinámica.

Tan sólo de manera tímida, y las más de las veces oportunista, se introduce en el discurso político alguna referencia a la vinculación entre la reiterativa apelación al desarrollo y la noción de sostenibilidad, maquillando así la vocación meramente desarrollista que subyace en la mayoría de las decisiones municipales, marcadas por la simple idea de crecimiento urbano.

Aún peor, de forma sistemática y premeditada se busca confundir identificando el crecimiento, a cualquier precio, con las nociones de progreso y calidad de vida, ocultando que el mero crecimiento de la ciudad, la construcción de enormes y costosos equipamientos en zonas de expansión abonadas para la especulación, la ocupación cada vez mayor de suelo agrícola para la construcción de viviendas de precio inalcanzable para la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas al tiempo que se abandona a la degradación el patrimonio ya edificado, están llevando a acrecentar el desarraigo individual, la desesperanza colectiva, la fragilidad social y la inseguridad ciudadana que forman parte de lo que algunos han definido como el malestar urbano.

Con la confusión interesada entre crecimiento y desarrollo se trata de generar una ilusión colectiva de bienestar, basada en la mera ostentación urbana a base de inversiones multimillonarias en proyectos culturales vacíos de contenido real, en la construcción de desproporcionados equipamientos que sirven de coartada a groseras especulaciones privadas, en la remoción permanente de la realidad urbana con el único fin de aparentar una actividad que carece de racionalidad alguna y que sólo beneficia a empresarios próximos al poder. La misma realidad virtual que cultivan, en otro ámbito, los infames productos televisivos que tan hábilmente manipulan las emociones humanas, especialmente de los jóvenes, y las almibaradas páginas de tantas revistas tristemente populares.

Mientras tanto, la obstinada realidad nos muestra ciudades en las que los centros históricos y barrios populares se degradan, carentes de las mínimas inversiones necesarias, en las que las administraciones públicas han perdido el interés por las viviendas sociales, favoreciendo la fragmentación de la ciudad en zonas separadas por el nivel económico de sus habitantes, en las que se apuesta decididamente por la motorización privada con lo que no sólo se envenena el aire y se multiplica el ruido, sino que se alimenta una cultura individualista y agresiva, ciudades inhóspitas que carecen de espacios públicos de calidad que favorezcan el encuentro de sus habitantes. En definitiva, ciudades que pierden su escala humana, que segregan y excluyen a un número cada vez mayor de personas, ciudades que ignoran a sus propios ciudadanos, ciudades deshumanizadas.

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La deshumanización de la ciudad viene a constituir una consecuencia directa del predominio de los intereses de mercado sobre los colectivos pero, sobre todo, es el nefasto fruto de la dejación de responsabilidad por parte de muchas autoridades locales, cuando no de la ramplona alianza entre políticos complacientes y voraces mercaderes inmobiliarios.

Esas actitudes suponen la renuncia a hacer una verdadera política de ciudad, a asegurar que las decisiones locales sirvan efectivamente a la satisfacción de las necesidades colectivas, a otorgar a la ciudadanía el papel protagonista que le corresponde en la empresa colectiva de construir una ciudad habitable. Tal construcción precisa de una firme voluntad política y no será nada sin un decidido compromiso con la ciudadanía. Recuperar el ideal de ciudad en su completa dimensión urbanística, social, cultural y política, pasa hoy por resituar a la persona humana en el centro de la reflexión, a la vez como medida y beneficiaria de cualquier desarrollo y como elemento esencial del proceso democrático ciudadano.

El actual extrañamiento que buena parte de la ciudadanía siente respecto de la política resulta letal para la ciudad, que se ve así abocada a la perdida de identidad y al debilitamiento de la convivencia, a la fragmentación urbana y social, al desorden y a la especulación.

Las fuerzas políticas que se reclaman progresistas y que concurrirán a las ya cercanas elecciones municipales tienen ante si el inmenso desafío de mostrar a la ciudadanía que es posible un cambio radical en las maneras y los contenidos de la política local. Ello requiere ser especialmente receptivo a las demandas y propuestas de los movimientos sociales y ciudadanos al tiempo que, desde el respeto a la independencia ideológica y autonomía de acción de tales colectivos, ser capaces de articular instrumentos para garantizar la participación efectiva y constante del conjunto de la ciudadanía en la adopción de las decisiones que les afectan. Para ello quienes aspiren a liderar ese nuevo proyecto de ciudad humanizada debieran ser capaces de ofrecer algo más que promesas a las/os ciudadanas y ciudadanos, se hace necesario un Contrato con la Ciudadanía que establezca como prioridad la definición colectiva de un nuevo modelo de ciudad en el que sea posible ejercer la sociabilidad, construir la solidaridad y garantizar la sostenibilidad urbanas.

Antonio Montiel Márquez es abogado.

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