Encuestas
Nos acercamos a tiempos electorales y pronto los ciudadanos nos veremos bombardeados por la pasión de las encuestas que pretenden establecer las tendencias políticas de los madrileños, su intención de voto, la opinión que le ha merecido la gestión de unos y otros dirigentes, el criterio que se tiene sobra la marcha del país en general y nuestra ciudad en particular, la valoración de los postulantes, siempre con la subliminal o descarada orientación del voto personal. Creo, como es natural, que las empresas que se dedican a estas tareas tienen todo el derecho del mundo a ganarse la vida realizándolas y vendiéndolas a los medios de comunicación o siguiendo las sugestiones de los contendientes. En ocasiones son los mismos medios los que realizan la tarea, con la legítima pretensión de ofrecer los resultados a la clientela. Menos satisfactorio para la ciudad es la vieja manía de tapizar todos los huecos disponibles con el rostro maquillado de los compatriotas dispuestos a sacrificarse por nosotros.
La encuesta pertenece a la familia de las estadísticas, en lo que coincidieron dos importantes sujetos: el político inglés Disraeli y el escritor norteamericano Mark Twain. Las descomponían en tres categorías: la mentira, la maldita mentira y la estadística. Como subgénero quizá cupiesen ahí las encuestas. Lo que en épocas pretéritas se consideraban rumores, comadreos, chismes, tienen ya, en la ciencia sociométrica, entidad prácticamente científica. Maravilla la exactitud y precisión con que se difunde lo que pensamos los españoles, su valoración en cuanto a cuestiones de política general, municipal, defensa, economía, educación..., así como la milimétrica inclinación del voto de amplios sectores de la sociedad. Hay que reconocer que en ocasiones, lo que se llama estimación a pie de urna -con ocasión de cualesquiera comicios-, suele aproximarse a la realidad. Pero rara vez el pronóstico surgido de los previos sondeos de opinión coincide con los resultados. Si así fuera, podríamos ahorrarnos el trámite de las elecciones, que cuestan un pico al erario público, aunque tenga su placer y compensación democrática hacer cola, un domingo, para introducir la papeleta en la urna. Ese día volvemos a casa con la satisfacción del deber cumplido y creyéndonos legitimados para exigir que el tráfico urbano, los ferrocarriles, la televisión, los servicios telefónicos, la sanidad, la educación y el riego nocturno funcionen con discreta eficacia.
Quizá sea cuestión de mala suerte, pero en toda mi larga vida recuerdo que hayan solicitado mi opinión acerca de tan fundamentales cuestiones. Soy un individuo corriente, del montón, que circula a pie y se mueve sobre los transportes públicos. Tampoco conozco amigos o me refieren familiares haber pasado por tales inquisitivas experiencias. Claro que, en más de una ocasión, he sido solicitado por atractivas muchachas y sonrientes chicos que, con simpatía y entusiasmo, me han subido a un autobús, habilitado como oficina, para hacerme unas cuantas preguntas que nunca se salían del guión impreso. Por regla general, el cuestionario se refería a cosas genéricas, aunque es posible que incluyeran algunas de secreta intención. Casi siempre sobre asuntos en los que no cabía la marcha atrás. Cuando suena el teléfono en mi casa suele ser para ofrecerme un curso de inglés, un aventurero y complicado marketing de empresas o las ventajas de una tarifa telefónica sobre otras. Aparte esto, nunca he sido sometido al acoso de los 'trabajadores de campo' en cuestiones de política nacional, autonómica o municipal. Ni parientes y amigos a quienes he consultado al respecto, aunque no dudo de que esas pesquisas tengan lugar. Deben hacerlas a la hora de la siesta, cuyo transcurso procuro proteger.
¡Dios me libre de sugerir que las encuestas son falsas! Ni verdaderas, por supuesto. Maravilla la precisión porcentual que gastan. Como, a estas alturas, apenas recibo llamadas y si me interpelan en la acera es para preguntarme por alguna calle del barrio, cosa que hago gustosamente, echo de menos ser consultado acerca de los problemas comunes, en los que me agradaría colaborar. Cuando leo o escucho que el 68% de los madrileños opina que la red de autobuses es mejorable, que el 71% estima conveniente incrementar la presencia de los guardias, el 59% aprueban las medidas limitadoras del botellón y el 92% que los programas de televisión son un bodrio, me siento discriminado, menospreciado porque no cuentan conmigo. Y eso duele.
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