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Columna
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Dogmas

Imaginen ustedes un sindicato obrero -por poner el ejemplo de una organización que defiende a los pobres- que tuviera su sede en un palacio de Sevilla. Imaginen que sus fundadores hubieran torturado a militantes críticos y asesinado a disidentes políticos. Imaginen que este sindicato, o cualquier otra institución de izquierdas o de derechas, marginara a las mujeres y discriminara a las personas por sus creencias y orientación sexual. Imaginen una organización -cualquiera- que hubiese colaborado con dictaduras sangrientas, que se hubiera visto envuelta en oscuros asuntos económicos, y cuyos miembros aparecieran frecuentemente en las páginas de sucesos acusados de pederastia. Imposible, ¿verdad? La opinión pública, la prensa -incluido el Abc- o la Ley de Partidos Políticos se le echarían encima y no tardaría en desaparecer. Por eso tiene tanto mérito la Iglesia Católica y resulta en este punto tan digna de aplauso y admiración; porque habiendo practicado éstas y otras muchas tropelías, ha logrado sobrevivir dos mil años conservando bastante apoyo social.

Algunas cosas han cambiado en estos dos mil años. El nivel de los debates teológicos que la Iglesia mantiene en su seno ha caído en picado. De aquellos enfrentamientos sobre la naturaleza de la Trinidad, el libre albedrío o la justificación por la fe que caracterizaron la época de la Reforma se ha pasado a discutir si es legítimo usar un condón -pero agujereado- para no pillar el sida. En cambio, su relación con la ciencia no ha variado en todo este tiempo. La Iglesia Católica se opone hoy a la utilización de embriones congelados para obtener células-madre con la misma seguridad desvergonzada con que hace quinientos años se opuso a la práctica de autopsias o a las teorías de Galileo. Ni siquiera la evidencia de haberse equivocado tantas veces en su cerrazón dogmática -errores reconocidos periódicamente por el Papa en sus habituales peticiones de perdón- le ha hecho recapacitar sobre sus puntos de vista y contenerse a la hora de formular objeciones religiosas sin pies ni cabeza. Y sobre todo crueles; objeciones de una crueldad impasible que está muy lejos de la compasión que predica. Porque hay que ser muy desalmado para apiadarse de un amasijo celular en estado embrionario y no estremecerse ante el sufrimiento real de seres humanos que ya existen. ¿En nombre de qué Dios o de qué dignidad humana pueden escatimarse esfuerzos para curar enfermedades?

¡Dios mío, parece mentira que a principios del siglo XXI esté escribiendo esto! Pero es que el espíritu del Santo Oficio vuelve a estar vigente. Por eso, la decisión de la Junta de autorizar a Bernat Soria la investigación con embriones humanos es una excelente noticia. Sólo cabe esperar que el anuncio no se quede en mera propaganda electoral, y que la Consejería de Sanidad financie con generosidad y constancia esta línea de investigación. Ojalá la Junta buscara con el mismo interés los resquicios legales de esa otra lacra -los Acuerdos con el Vaticano-, que corrompe los valores civiles y humilla a la escuela pública obligándola a comerse su laicismo con patatas.

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