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Columna
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Archipiélago

EN EL JAPÓN actual, un oficinista en paro, al que encima su mujer le reclama el divorcio, se dirige a Tokio a la zona costera de Nori, porque es allí, en cierta casa de un pueblo de pescadores, donde estaba escondido un buda de oro en un jarrón, según le contó, antes de morir, un viejo vagabundo con aires de filósofo. En vez de esa valiosa estatuilla, el parado en apuros se encuentra con una sorprendente joven, Saeko, que literalmente hace aguas a la menor ocasión, convirtiéndose en una catarata cuando realiza el acto físico del amor. Por lo visto, siendo una niña de pocos años, Saeko fue salvada in extremis de morir ahogada, cuando, junto a su madre, que sí pereció, cayeron ambas en las turbulentas aguas de un río local, pero nadie logró extraer el agua que la pequeña tragó a raudales, lo que determinó su peculiar desarreglo evacuatorio. La historia está contada en el filme titulado Agua tibia bajo el puente (2001), de Shohei Imamura, en el que, a través de duras lecciones de realidad y poderosas metáforas, se recompone un destino a la deriva, al que sólo es capaz de salvar el pensamiento y el amor.

Cerca de Japón, en la Corea también actual, un ex policía, Hyun-Shik, que es prófugo de la justicia por haber asesinado a su mujer y a su amante, al sorprenderles juntos en situación comprometida, se refugia en un remoto estuario, donde una extraña joven, Hee-Jin, atiende un negocio de alquiler de pequeños palafitos, en los que se puede pescar y hacer el amor. Aunque el atribulado Hyun-Shik lo único que pretende en ese diminuto cobijo lacustre es suicidarse, se verá involucrado en una tórrida relación de amor y de sangrienta pesca, gracias a las cuales su miserable y aturullada existencia cobrará un enigmático sentido luminoso. Esto es lo que nos relata, en imágenes bellísimas, la película La isla (2000), de Ki-Duk Kim.

Una parte sustancial del cuerpo humano es agua, el elemento esencial para que pueda darse la vida. Uno de los personajes del filme de Imamura se pregunta si 'es normal que le salga tanta agua al sentido común', lo que nos recuerda el acendrado trasfondo simbólico de este elemento en el inconsciente colectivo, donde el agua profunda tiene un crucial poder germinativo. Real y metafóricamente, esa combinación de hidrógeno y oxígeno alimenta nuestro ser físico y espiritual, porque nos permite vivir y amar.

El poeta Wallace Stevens, en sus Aforismos completos (Lumen), insiste en que la percepción de la realidad y la capacidad metafórica son los componentes de ese raro elemento esencial que llamamos arte, porque estimula la conciencia de vivir y de estar vivo. También afirma que 'resulta más fácil copiar que pensar, de ahí la moda. Además, una comunidad de personas originales no constituye una comunidad'. En efecto, son islas, o, en todo caso, un archipiélago.

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