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Tribuna:EN TORNO A LA CRÍTICA POLÍTICA
Tribuna
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Los intocables

La lucha por la igualdad ha sido larga y azarosa. Y parece no terminar nunca. Antes de la conquista del sufragio universal los ilustrados de la época aplicaron la figura del sufragio censitario que dejaba sin derecho a voto a las clases populares a quienes no se consideraba capacitadas para decidir sobre las cuestiones políticas. Incluso, en la historia del sufragismo español, las mujeres más influyentes de la II República se enzarzaron en una tensa discusión acerca de la conveniencia o no de que la mujer pudiese votar por el temor, expresado entonces por Victoria Kent, de que sus maridos influyeran decisivamente en el sentido de su voto. Ahora se emplean métodos más sutiles para intentar apartar de las áreas de decisión política a quienes no se consideran dúctiles. Y esos intentos, curiosamente, no provienen de los adversarios políticos sino que los perpetran francotiradores parapetados detrás de muy señaladas tribunas mediáticas.

Nadie pone en duda la necesidad que todo sistema político tiene de contar con observadores y analistas que ejerzan la crítica política, desde la independencia. Pues vienen a evitar los ejercicios de autocomplacencia a que tan dada es la naturaleza de cualquier mortal y que empobrece la acción política tanto de los que gobiernan como de los que están en la oposición.

El problema surge cuando detrás de esa crítica política se amalgama un espeso conjunto de compulsiones cuyo referente moral pertenece a los pliegues más oscuros de la derecha reaccionaria. Y todo ello se hace, incluso, bajo la capa de pertenecer al bloque de progreso que les sirve de embozo detrás del que esconder otros propósitos.

Ya no se trata de analizar la situación política. Se va más allá. Se trata de imponer políticas, designar candidatos, incluso, de interferir en la designación de los equipos políticos. Entonces estamos hablando de otra cosa. Estamos ante un grupo de presión que pretende romper el equilibrio interno entre los que libremente han elegido a sus dirigentes y los que representan a la minoría, sin asumir los riesgos de quienes se enfrentan ante las urnas. Una cosa es estar atentos a las opiniones discrepantes y otra bien distinta es aceptar que surja una especie de poder vicario desde el que se pretenden alcanzar unos fines, cuanto menos, impropios.

Pero parece que los que se dedican a la política han de acostumbrarse a estas presiones y a las descalificaciones porque no les gustan o, simplemente, no están dispuestos a seguir dócilmente sus indicaciones imperativas. Y todo porque resulta difícil, con frecuencia, discernir entre los que ejercen el noble oficio del análisis crítico y los que, simplemente, venden protección como en el Chicago de los años 20. Y en la duda, se acaba por aceptar los envites vengan de donde vengan.

Si en la Grecia de Pericles se miraba con desconfianza al que rehusaba participar en política y se consideraba peligroso al ciudadano que carecía de vocación política, de servicio a la cosa pública, parece que ahora ocurre lo contrario. A menos que se pertenezca a una casta dominante o a quienes se considere 'uno de los nuestros'. O puede que lo que incomode a esos es que se tenga independencia de criterio ó, simplemente, criterio. Tenemos ejemplos de todos los tipos de este fenómeno. Y esta tendencia hunde sus raíces en una cultura franquista que limitaba el acceso a la política a los miembros de la gran familia de la oligarquía dominante.

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La opinión es libre. La diferencia es ejercerla desde el compromiso o desde una tribuna que ampara al independiente engañoso. Y, en cualquier caso, no estamos por la labor de aceptar que se ejerza en régimen de monopolio dando certificaciones de legitimidad sin otro soporte que su particular conveniencia. Y lo más sintomático es que el respeto con el que se reciben las críticas no se corresponde con la intemperancia con las que se responde a las opiniones discrepantes.

K. Popper, con cierta melancolía, hablaba de un ideal político basado en la conjunción de la libertad y la igualdad en que, a su juicio, se basa el socialismo. Pero los socialistas se enfrentan, con mucha frecuencia, con quienes pretenden atarles una mano a la espalda. No les gusta que representen a una mayoría sin complejos que no pertenece a una elite de intelectuales provincianos inquietos porque no se les rinde pleitesía. Echan de menos, sin duda, entrar en las catedrales bajo palio. A los demás les pasa menos.

No estaría de más recordar ahora el viejo juramento castellano y que empezaba así: 'Nosotros que valemos cada uno tanto como vos y juntos mucho más que vos...' ¿O se pretende defender el monopolio de la opinión como si de un derecho divino se tratara?

Es cierto que estamos hablando de pequeños fenómenos locales (que se lo cuenten a Monteseirín o a Marisa Bustinduy, entre otros, por citar a gente conocida) pero se dan con demasiada frecuencia y hay que estar fuera de la política activa para ponerlo en evidencia sin arriesgar campañas descalificatorias. Estamos, pues, en nuestro derecho de analizar este problema, manifestando que no se está preso de temor reverencial alguno frente a quienes usan indebidamente el papel que la sociedad les tiene confiados. Pero no deja de ser arriesgado hablar de estas cosas porque no sólo los aludidos se lo toman mal.

Carlos Rosado Cobián es Secretario General de la Empresa Pública Radiotelevisión de Andalucía.

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