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9 de octubre de 2002

La utilidad de la efeméride suele ser discutible. Por lo común solemos echar mano de la fecha para establecer alguna suerte de balance. Entre las aspiraciones y deseos, y las realizaciones del último año. Todo convencional, aunque se invoquen, como es de rigor, antecedentes solemnes, que, por lo demás, gozan de la impunidad de la desmemoria, enfermedad ampliamente extendida en nuestros lares.

El 9 de octubre de 1238 es un día fundacional. Al menos para algunos. Fundacional de instituciones, y por seguir la corriente, de identidad. Ya se sabe que la identidad suele ser un negocio sangriento, al decir de Ian Buruma. Aquí no alcanza la dimensión trágica, que más bien se reduce a la exasperación, y las agresiones verbales: en un pasado reciente, a veces físicas también, mal que pese a más de uno recordarlo.

De manera recurrente, y en modo alguno inocente, asoma la valencianía como elemento de singularidad identitaria. Opuesta a la valencianidad, que es afirmación más exacta, o, para ser precisos, la que se requiere de entender un hecho diferencial, y la recuperación de un espacio económico, social, político en definitiva. En especial en el momento político de la España de nuestro tiempo. La resurrección de los fantasmas del pasado, del nacionalismo español más retrógado y reaccionario exige el antídoto de los valores esenciales de la libertad, de la solidaridad, y de la aspiración a la igualdad. Algo que los reaccionarios no están dispuestos, ni hoy ni ayer, a admitir.

La valencianía que asoma de nuevo nos convierte en cómplices, de admitirla siquiera como hipótesis, de un retroceso histórico. Para una España plural y diversa, por supuesto. Para una Comunidad Valenciana, también. En la medida que la complicidad se traduce en obsequiosidad ante el poder omnímodo, centralista y cerril, o en pura y simple subalternidad. A lo que parece los poderes institucionales están por el juego floral de una invocación patriótica... española, vieja, y anacrónica. Les va mejor, como sucursales de decisiones, que a la vez son sucursales de quien en realidad ordena y manda, allende el oceáno Atlántico. Conviene, por higiene social, democrática, que lo sepamos todos. Y atenernos a las conclusiones de este conocimiento.

A lo largo de su historia más reciente, pongamos desde 1707, este antiguo reino, país según alguna de sus provectas y por fortuna vivas instituciones, ha perdido todas las guerras. Con ironía y cariño, tal vez sólo ganó una, la de su fundación en el siglo XIII. Vencido provisional, por el contrario, ha solido ganar todas las paces, que no es poco mérito. Al margen, o en contra, de los vencedores. O premiando a estos con la adopción o la indiferencia. Aquí lo importante, se nos viene a decir a través de la experiencia es trabajar, mucho, y aspirar al bienestar, desde el punto de vista individual, y, como resultado, alcanzando al bienestar colectivo, aunque no suela ser aspiración formulada en estos términos.

Así, una fracción significativa de los ocupantes franquistas, pistola al cinto, de la Valencia de abril de 1939, se han convertido en prohombres de la valencianía, y de los negocios e instituciones económicas que el régimen que contribuyeron a fundar, repugnaba: abierto a la liberalidad y al mundo, económico, pero también de las ideas. Un estado inservible, acartonado, era orillado, día a día, con el soborno y la resignación, y la indiferencia, para seguir siendo exportadores, capaces de iniciativa, y pagadores de la imbecilidad. Perdimos guerra y postguerra, ganamos las divisas, y una cierta respetabilidad colectiva, al margen de la asombrosa y cruel estupidez dictatorial.

Ignoro si por ser muelles como quería aquel antecesor de Aznar, el conde- duque de Olivares, pero el hecho cierto es que para ser muelles aportamos más de lo que seguimos recibiendo de un estado residual y neocentralista. Año tras año, y de modo acelerado desde 1996, en que confluyeron las bondades de un gobierno español del Partido Popular con la gracia divina de los gobiernos del Partido Popular en la autonomía y en las corporaciones locales. Regalo divino, una vez más ajeno a la tradición laica, escéptica y mediterránea de nuestra tierra, y que sin duda alguna invocan de manera tenaz sus usufructuarios, los del camino y las obras.

Tan altas referencias convierten al objetor en hereje. Y ya se saben las consecuencias, de Luis Vives a hoy.

Entre tanto la competitividad pasa de largo. La formación de capital físico, las infraestructuras de comunicabilidad se reducen a hologramas sucesivos de inauguraciones. Los recursos de I+D+I sonrojan por debajo de la media española, que ya es de rubor. El saqueo de los servicios sociales, de la educación a la salud o los personales, se convierte en la pauta de la desaprensión gubernamental. Por supuesto el autogobierno no deja de ser el expolio para los clanes y afines, en absoluto una aspiración que el tiempo, y la historia de hoy mismo, reclaman.

Una sociedad madura, abierta, plural y tranquila; capaz de sobreponerse a adversidades recurrentes, y a veces dramáticas; una sociedad que aspira al bienestar en la libertad de su identidad, comienza a sacudirse esta fatalidad de subalternos, lacayos de un poder que, también la España plural y diversa, ha comenzado a desdeñar. Desde los sindicatos a los universitarios, desde las clases medias expoliadas en sus ahorros por la Bolsa o la vivienda, a los jóvenes sin más alternativa que la resignación. Y esto sucede en Valencia, en Alicante, en Castellón. Aquí mismo. Al margen de quienes nos quieren una vez más sumisos, estamos dispuestos a decir no, y además a decir lo que queremos, con la complicidad social de quienes no dudamos, ni ayer ni hoy, en la valencianidad, en la necesidad de articular un país que cuente, y que además sea capaz, que lo es, de generar riqueza, y de redistribuirla, que es la opción política que quien esto firma ha mantenido durante décadas.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.

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