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VISTO / OÍDO
Columna
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La carga inútil

Si todo lo que se sabe de nuestra vida humana se aplicara, puede que viviéramos en un estado próximo a la felicidad. Creo que en estos dos milenios -y ya es falso contar así: desde los miles de siglos que nos preceden- hemos acumulado una sabiduría, aceleradamente progresiva, sobre nuestros cuerpos, nuestras relaciones, las artes que nos permiten mejorar continuamente, la lucha contra la vejez y la muerte, que no solamente nos han mejorado, sino que aún nos prometen un futuro mejor. Estoy hablando de esta nata que apenas afecta a unos cientos de millones de habitantes de entre los cuatro o cinco mil millones a los que ya hemos sentenciado. Nuestra sabiduría de siglos se está centrando en los Tomahawk -y si llega el caso, las nucleares- con que podemos exterminarlos. No nos interesa demasiado, son seres de los que todavía podemos necesitar, y el ritmo al que mueren y se reproducen es suficiente para nuestras necesidades. Si en algún momento algunos insensatos se aprovechan de lo que sabemos para producirnos algún daño, como el de Nueva York, exterminamos unas cantidades equivalentes de entre ellos y seguimos adelante.

Pero, en mi egoísmo de raza y geografía, que no es demasiado grande -España ha estado entre las naciones menospreciadas, y aún quedan residuos de su pequeñez en las estadísticas de bienestar, con Grecia y Portugal-, no me refiero ya a ese pueblo infinito, la legión de gentes sin pan como se decía en los himnos de las utopías a las que me sumé y que no abandono todavía, sino a nosotros mismos, los privilegiados de la tierra. Cada vez que veo que el conservadurismo ignorante y duro se opone, qué sé yo, a los nacimientos artificiales (que desde el momento en que se pueden hacer son naturales), a la libertad de enseñanza o a la libertad de la justicia, a las infinitas formas y edades de la sexualidad, o que defienden toda clase de supersticiones, pienso en cómo podría ser el mundo si esas fuerzas ciegas y cobardes no lo hubieran desmontado. Por ejemplo, la Inquisición. O el islamismo: cada vez que un suicida se lanza sobre un grupo de personas en Israel, lamento primero al terrorista: un hombre al que han quitado su libertad de ser, de pensar, de decidir; al que hacen entregar su vida envuelto en versículos sin significación.

En fin, todos morimos entre velones, amigos que van a ver la amarilla cara emergiendo de una sábana, campanas que doblan, esquelas. Lo que sabemos que no es nada, ni es aplicable a nada: pero que tiene un precio.

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