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Columna
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Otoño

Ella es monísima, monísima, monísima. Por eso él la exhibe poco y prefiere visitarla en su pisito de la calle de las Naciones. Alguna vez, sin embargo, ella le recoge en el café de la plaza del Callao donde él escribe el artículo para Arriba y participa en una tertulia de alféreces provisionales. Ella viene en taxi quejándose de las criadas, porque no hay ninguna buena. Sujetándose la pamela se apea, mueve la puerta giratoria del café con los guantes que ella llama de entretiempo, y, al circular entre las mesas con los tacones de aguja, transforma el local añejo en una pasarela de Balenciaga. La miran los comisarios, los estraperlistas, el limpia, los camareros, el chico de los recados y las prostitutas selectas de la Gran Vía. Es tan monísima, monísima, monísima, que podría nublarle la sonrisa a doña Carmen.

Su presencia enardece a la tertulia de los alféreces provisionales, que ejecutan el taconazo de ordenanza como si entrara el oficial de semana. Y mientras cada uno presenta su hoja de servicios voceando Larache o Brunete o Badajoz, porque ahí ganaron la guerra, ella desfila sin mirarlos, igual que Franco con sus ministros, porque una mujer decente, como dice el padre Venancio Marcos en Radio Madrid, debe ser esfinge cuando anda por medio su hermosura. Con revuelo de sillas, los alféreces provisionales dejan libre el asiento al lado de él para que ella lo ocupe. El camarero pregunta al articulista qué va a tomar ella. Él, sin consultarla, pide un sifón. Ella cruza las piernas con estudiado alarde, y todos, atropelladamente, empiezan a hablar de Papini.

Giovanni Papini es un intelectual italiano por el que reza la Iglesia de Pío XII y su abnegada sor Pascualina. Papini acaba de convertirse a la confesión católica, pero hace meses era ateo y nadie sabe si renegará de nuevo. Entre semejantes bandazos de conciencia se debate este polemista que emociona al periódico monárquico, exalta al periódico falangista y escama al periódico clerical -en la España de Franco hay libertad de prensa-. Un contertulio ruega a Dios que llame a su gloria a Papini, mediante tozolón o por el ascensor de Elías, antes de que se arrepienta y muera infiel. Los demás se adhieren a la sugerencia salvo ella, monísima siempre, para quien lo peor de Papini no son sus volatines espirituales, sino su cara: 'El pobre es un adefesio -desdeña-, yo lo mandaría al infierno, por horroroso'.

Seguidamente tararea: 'Moreno tiene que ser el hombre que me camele', y retumban los taconazos de Larache, Brunete y Badajoz. El camarero trae el sifón, ella vuelve a cruzar las piernas, y su gesto desencadena un aluvión de comentarios sobre el Semíramis y los voluntarios de Rusia, el gracejo de Pemán y el otoño que empieza hoy. Precisamente para celebrar la caída de la hoja, cuenta la monísima ante la envidia de sus adoradores secretos, ella y el articulista cenarán en Riscal, verán luego la revista de Celia en el Alcázar -el chico de los recados del café compró las entradas en la reventa de Golidia-, y rematarán la noche en una sala de fiestas chic: él, que es más clásico, prefiere Pasapoga, pero a ella le gusta Alazán, que combina encanto y belleza.

Inspirado por el nuevo cruce de piernas de su monísima, el escritor falangista habla del artículo que acaba de enviar a su periódico. Es una consideración lírica del otoño a la manera poética de la juventud creadora -comenta-, inspirada en una reflexión de Papini. Y explica que a Papini el otoño no le produce recogimiento y tristeza, sino optimismo, porque mientras el sol desfallece, se desnudan los árboles y se destempla el clima, nosotros ni decaemos ni languidecemos, lo que confirma nuestra superioridad sobre la naturaleza. 'Por eso he prometido a ésta -y señala a su monísima- que todos los 21 de septiembre, en homenaje a Papini, la honraré como Dios manda. Dentro de mí pide guerra el superhombre de Nietzsche...'.

Con la mano en alto grita: 'Papini, presente'. Los alféreces le secundan con taconazos como salvas de artillería y ella baila por las mesas, igual que Silvana Mangano, 'moreno tiene que ser el hombre que me camele'. Inesperadamente llega de la calle el rumor de que Papini no es católico, hace cinco minutos apostató. Ella da un gritito, un alférez provisional saca la pistola. Repica el teléfono, y el camarero anuncia al articulista: 'Le llama el delegado nacional'. Entre la sorna de policías, camareros, prostitutas y estraperlistas, él se dirige a la cabina como si marchara al corredor de la muerte, mientras ella, por estricta supervivencia, guiña un ojo al comisario de abastos, que es moreno, moreno, moreno.

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