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LA CRÓNICA
Columna
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¿Quién pintó el retrato del señor Boix?

Hará cosa de dos semanas apareció en los Encantes un óleo realmente curioso: el autorretrato de un señor aficionado a la lectura. Tras el reglamentario regateo, el cuadro acabó en manos de mi amigo Stéphane, que tiene una debilidad por ese tipo de pinturas y un don para encontrarlas. Ahora lo tengo en casa, en régimen de préstamo, colgado junto al catastrófico bodegón de Soriano y el espléndido pulpo de Tirot. El del señor Boix (de nombre de pila Edo; ¿Eduardo?) es un autorretrato de unos 40 por 50 centímetros, firmado el 1 de mayo de 1950 y pintado presumiblemente en Barcelona. (Al menos, el reverso del lienzo nos dice que éste fue enmarcado en el establecimiento de la Viuda Moret, calle de Sagristans, 3). La particularidad de esta pintura está en que el señor Boix se retrató con medio centenar de volúmenes de su biblioteca como fondo. Pero no como un fondo de circunstancias, como sería una cortina, sino que caligrafió minuciosamente, con letritas doradas, los títulos y los nombres de los autores, como si hubiese querido dejar para la posteridad, además de su rostro, un retrato de su personalidad codificado a través de sus lecturas predilectas.

En los Encantes aparecen cosas curiosas. Por ejemplo, el retrato de la década de 1950 de un señor de Barcelona con su biblioteca de fondo

Dejaremos para otra ocasión la descripción detallada de su fisionomía; baste decir que es un señor bastante serio y francamente calvo, pero con una muy buena línea de cabeza, como decía Jaime Gil de Biedma; y que su expresión fría, levemente irónica, le recuerda a M la de algunos personajes de las pinturas de Otto Dix. No nos detendremos tampoco en su indumentaria; consignemos tan sólo que con su chaqueta de esmoquin, su fúnebre pajarita y su impecable col cassé parece estar a punto de salir de casa para asistir a un baile postinero o a un estreno del Liceo. Lo que nos interesa, en este momento, es su biblioteca.

Ya he dicho que lo tenemos en casa, a pensión completa. Llegó el pasado día 10, mientras su legítimo propietario volaba a Bucarest para rodar un anuncio. Pasados esos primeros momentos de incertidumbre que produce la llegada de un desconocido a nuestro domicilio, nos hemos acostumbrado rápidamente a su presencia. La gata ha dejado de erizar el lomo cada vez que pasa a su lado y mi hijo de un año ha comenzado a llamarle 'papá', que es como llama a las cosas que le gustan, ya sea un colador de plástico azul, ya sea su orgulloso progenitor. El pasado 11 de septiembre, me armé de paciencia y me metí a curiosear en biblioteca ajena.

Es cierto que en ella hay muchos autores previsibles, como Kipling, Valera, Anatole France, Merimée, D'Annunzio o D'Amicis; como George Sand, Blasco Ibáñez, Galdós, Huysmans, Nordau, Hugo, Maeterlink o Renan. Digamos que ésta es la parte más convencional de una buena biblioteca burguesa de 1950, aunque echo en falta algún que otro escritor ruso o alguna novela de Papini. Pero cuidado, que también hay dos novelones decimonónicos y adúlteros de los que en aquella época no sé si uno podía confesarse lector sin suscitar mohínes de reprobación: Madame Bovary, de Flaubert, y El primo Basilio, de Eça de Queirós.

En la parte central del cuadro, y colocado exactamente sobre el occipucio del señor Boix, hay un grueso volumen de un autor que nos causa repelús, Charles Maurras, y que en un primer momento nos hizo mirar al señor Boix con prevención. Pero éste tuvo el buen criterio de flanquearlo por el Filocopo, de Boccaccio, y el Gargantú. 1535 (sic), de Rabelais. Y no andan lejos el Psicoanálisis, de Freud, Les fleurs du mal, de Baudelaire, y el Cándido, de Voltaire, autores todos ellos de una reconfortante disolución.

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Pero no es ésta la única astucia dispositiva de nuestro artista lector. En una esquina del lienzo, y con la ayuda de la lupa, descubro los Aires da miña terra, de Manuel Curros Enríquez, un volumen de poemas que, a pesar de tan inocente título, le valió a su autor la excomunión y una multa de 250 pesetas (de las de 1880). ¿Y qué me dicen de ese volumen de J. A. Llorente cuyo título oculta estratégicamente el hombro derecho del señor Boix? ¿Será la Historia crítica de la Inquisición española, la obra que difundió la leyenda negra de la temible institución en toda Europa? ¿Y qué hay de ese volumen, también sin título, del padre Mariana, el jesuita del siglo XVI que sostenía que cuando los monarcas gobernaban tiránicamente era lícito el regicidio? Caramba con las lecturas del señor Boix. Y hay aún otro volumen sin título que excita nuestra curiosidad: J. P. Sartre. ¿Quién leía y encuadernaba lujosamente los libros de Sartre en la Barcelona de la década de 1940? ¿Y serían los del señor Boix unos de aquellos ejemplares de Sartre que Palau i Fabre se traía de matute de París y que se vendían en una librería de la Gran Vía, como me explica mi erudito amigo J. G.?

Porque las especulaciones sobre el señor Boix han trascendido ya los límites domésticos. Los amigos que nos visitan o a quienes comento estas cuestiones echan su cuarto a espadas y especulan atléticamente sobre nuestro hombre. Cada día que pasa se añade una nueva hipótesis, a cuál más descabellada. Comenzamos a perder el oremus. Si el señor Boix o alguno de sus descendientes o amigos nos está leyendo, por favor, salga de las sombras y pónganos a todos en nuestro sitio.

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