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Columna
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El campo de Olivas

Es un hombre que no tiene trato con el carisma, pero bien cierto es que tampoco conocen ese don el presidente de Cantabria, el de Castilla y León o el oscuro mandatario de La Rioja. José Luis Olivas es muy poco pinturero y viene del campo de Cuenca, tierra natal de muchos valencianos nuevos: vasto territorio de girasoles y pantanos donde la gente se aficionó, a la fuerza, a un futuro voluntarioso en el cinturón industrial de Valencia. A medir su talento en un país tan vecino como diferente, donde a nadie le preguntan por la pureza de su sangre ni tampoco por la impureza que alumbra sus sueños más secretos y, por lo general, convenientes.

Es un hombre pacífico y educado que pasaba por allí, aun sin moverse, cuando le tocó presidir la Generalitat. Tal vez nunca imaginó ese momento. O tal vez sí, cuando alcanzó la primogenitura. En todo caso, aun siendo hombre de confianza de su antecesor, da la impresión de ser persona muy distinta. Más del sosiego y la conformidad, aunque no por ello menos aficionada a la política. Le han entregado un año de ilusión y despedidas. Un año nada más porque el sucesor del sucesor no será él, sino Joan Ignasi Pla o Francisco Camps. Y Olivas está viviendo ese breve tramo con todo el gozo que puede, que es bastante. Un gozo que alumbra su rostro cada vez que sale por la televisión, en los periódicos. Olivas trabaja y disfruta cabalmente. Acude a las exposiciones, a los eventos, y allí sonríe, aplaude, recibe, promete, recuerda y se divierte.

Lo más curioso es que esa provisionalidad rutinaria, esa beatitud institucional y ese gran respeto que tiene con los mayores de su partido, está configurando, a su pesar supongo, la imagen de un candidato plácido y liberado, curtido en años de hiel municipal y de mieles autonómicas. Con el reconfortante tono menor de cualquier dirigente suizo.

El otro día estuvo a visitar al presidente de Portugal y daba gusto verle tan dichoso en Lisboa, como el ocasional jefe del estado de una pequeña república mediterránea. Cuentan que Camps, hamletiano y cada día más aéreo, le aguardaba sudoroso en la antecámara.

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