La cara de los vascos
HACE UNOS AÑOS, la Universidad del País Vasco celebró un acto de recuerdo y homenaje al profesor Tomás y Valiente, asesinado por ETA. Un grupo de no más allá de 25 aberzales se plantó ante la puerta de acceso al salón de actos de la Universidad de modo que los asistentes, injuriados y amenazados a placer, fueron conducidos por unos ertzainas armados hasta los dientes a entrar en el salón por una puerta trasera. Cuando terminó el acto, el comedor de la Universidad había sido destrozado y los coches de algunos participantes en el homenaje aparecieron con las ruedas rajadas. Había en el recinto universitario más ertzainas que aberzales, pero, cruzados de brazos, dejaron hacer: eran vascos, y la regla de oro policial consistía por aquel entonces en que de ninguna manera iban los vascos a romperse la cara con otros vascos.
De modo que los aberzales podían amenazar y destrozar con la absoluta seguridad de que la policía autónoma se mantendría, en el sentido más literal de la expresión, cruzada de brazos. Así fue engordando la serpiente que se enrosca en el hacha, bien alimentada por la complaciente sonrisa del Gobierno de Euskadi, por las subvenciones estatales, por la impunidad que una policía maniatada le garantizaba. De esa manera ha crecido Batasuna arrogante, segura de que podía jugar simultáneamente en el terreno legal y en el de la violencia organizada, convencida de que, por formar parte del mundo nacionalista, el PNV haría todo lo posible para prolongar indefinidamente lo que Anasagasti defendió el otro día en el Congreso como 'terapia de inclusión en las instituciones'.
Hasta que un juez ha suspendido la actividad de la organización y ha ordenado el cierre de sus locales. De golpe se ha terminado la impunidad de Batasuna y el PNV se ha quedado sin política terapéutica. Arriesgado, sin duda; tanto que, desde obispos hasta compañeros de viaje, nadie ha dejado de alertar sobre las gravísimas consecuencias de lo que rápidamente han calificado de abuso, prevaricación y otras lindezas por el estilo. Pero la verdad es que no ha pasado gran cosa, como podía esperarse de una sociedad próspera como la vasca: un juez ordena la suspensión de actividades de una organización inflada artificialmente por años de terapia y subvenciones y ni el pueblo vasco se lanza a la calle, ni los militantes se atrincheran en sus locales. El temor a que una acción de este tipo iba a exigir un esfuerzo similar al que Churchill pidió a los británicos para no doblegar la rodilla ante los nazis se ha quedado en literatura: aquí no ha habido sangre, sudor ni lágrimas; aquí no ha habido más de unas decenas de abanderados ofreciendo una resistencia simbólica al cierre de sus locales.
Lo cual prueba bien que si las autoridades vascas se hubieran empleado a fondo contra la violencia ejercida a diario contra pacíficos ciudadanos incapaces de responder con la misma moneda otro gallo nos hubiera cantado. El Gobierno vasco ha podido cumplir sin mayor problema la orden de cierre, pero, como siempre que Batasuna muestra su debilidad, no faltan jefes en el PNV que acudan presurosos a la 'terapia de inclusión', no vaya a ser que efectivamente quede Batusana aislada sin que a la mayoría de la sociedad vasca le importe su destino. Es tal vez ese reflejo el que ha movido a Ibarretxe a ordenar a su policía que recoja los bártulos, monte en las furgonetas y deje el camino expedito a una manifestación que su mismo Gobierno había prohibido. La razón: 'No estoy dispuesto a que el objetivo de los vascos sea rompernos la cara unos a otros en nuestras calles'.
¿Los vascos o los nacionalistas? Hubo una ocasión, no hace tanto tiempo, en la que un crimen particularmente miserable levantó en un clamor general a los vascos, nacionalistas o no, contra ETA y sus cómplices. Duró aquel grito el tiempo en que los nacionalistas del PNV se percataron de que habían salido a la calle con una gente a la que sus jefes no tienen por vasca. Tendieron entonces otra vez a los vascos de verdad, o sea, a los de Batasuna, una mano salvadora y firmaron con ellos un pacto ignominioso que aplicaba a los vascos no nacionalistas la terapia de la exclusión, a ver si por fin desaparecían. No lo lograron y hubo que seguir rompiéndoles la cara. Hasta hoy, cuando de nuevo el apoyo social a Batasuna, en los casos en los que la policía cumple y hace cumplir la ley, se queda poco más que en agua de borrajas. Batasuna es socialmente más frágil de lo que aparenta su impostada arrogancia: nada de extraño, pues, que se repita la penosa imagen de una Ertzaintza en retirada ante no más de mil manifestantes. Todo sea por que los vascos conserven bonita su cara.
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