En la batalla
Esto es la guerra, estamos medio muertos, y no nos concedemos ni diez minutos de respiro, me dijeron ayer cuando el primer atacante del día -en esta ocasión un compañero de equipo-, salía disparado por debajo de la pancarta del kilómetro 0.
Ya en la marcha neutralizada por las ascendentes calles de Jaén sonaba zafarrancho de combate; quien más quien menos preparaba sus armas, los primeros para la defensa, y los otros, pocos, para el ataque. Y la batalla comenzó en el momento anunciado. El primer asalto duró poco, pero sirvió de mecha para incendiar otros polvorines; la batalla continuó implacable, y no éramos pocos los que divisábamos desde la distancia la primera línea de fuego con la esperanza de que pronto se acabasen las balas. Pero no, el suministro había sido efectivo, y los cargadores parecían no agotarse nunca.
Los más fríos comenzaron a animarse en el fragor del fuego cruzado, mientras los más calientes, los primerizos, comenzaban su lenta retirada. Los continuos desniveles animaban a los valientes al tiempo que deprimían a los débiles, entre los que me incluía muy a mi pesar. Después de innumerables descargas, en un no por esperado menos sorprendente momento, una explosión pareció sonar más fuerte que las demás. Tras el temblor alzamos las cabezas al unísono, y pudimos ver esperanzados como la batalla había llegado a su fin. Salió entonces en un gesto calculado nuestro abanderado de mitad del grupo -por motivos jerárquicos es siempre el portador del maillot de líder-, se paró a un lado de la carretera, y confirió al acto de realizar sus necesidades vitales básicas, un significado inequívoco. Ondeó la bandera blanca y se decretó el alto el fuego. La batalla había terminado y, por fin, la escapada había fructificado.
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