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Columna
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Tristezas

¡Gran despliegue sobre el deporte de Granada! ¡Todos los acontecimientos de tercera división y regional preferente! Así anuncia una cadena de radio de la ciudad, con grandes y apasionados ánimos, sus ofertas deportivas. Parece un rasgo de humor negro, pero supongo que sólo se trata de una mezcla imprudente del hambre y de las ganas de comer. Suena muy triste la música de fiesta en medio de un funeral, la aplicación de la grandilocuencia sentimental a la realidad de un equipo de fútbol hundido en la tercera división por culpa de su falta de calidad (o de caridad), de sus gestores y de sus deudas. En un descenso impecable, porque cumple todos los requisitos melodramáticos de los ídolos que acaban en la miseria, el Granada Club de Fútbol ha pasado de los pliegues felices de la memoria a la vergüenza ciudadana, y ahora es goleado en los campos más modesto, en los barrizales de unos equipos que ni siquiera pueden sentirse orgullosos de derrotar a un conjunto inexistente. Un lugar en la primera división de las nostalgias es mal consuelo cuando se sufre la tercera división de la realidad.

Los taxistas, el quiosquero, el viejo amigo de la charcutería, los conserjes de la Facultad, me sacan el tema y concluyen la conversación con un estribillo más bien inquietante: 'Una ciudad como Granada no se merece este equipo'. Y no hace falta ser muy aguafiestas para quedarse pensando... ¿No nos merecemos este equipo? Se acuerda uno de los datos económicos, de la carretera de Motril, de los talgos a Madrid, de los polemistas culturales, y la verdad es que el fútbol granadino acaba siendo una metáfora convincente. Las grandes declaraciones institucionales de amor por la tierra son aplaudidas como bulerías en un funeral, un vocabulario de copa de Europa sobre las carnes tristes de la tercera división. Siempre quedan las viejas glorias, la temporada en la que disputamos la final de la Copa del Generalísimo o el año en que el defensa Fernández le dio su merecido a las mejores delanteras del país. Siempre quedan la Alhambra, la Capilla Real y el Palacio de Carlos V, los monumentos en los que desembocó una historia viva. Pero esas columnas patrimoniales recuerdan cada vez más a un decorado, a un esplendor de cartones.

Para calmar las tristezas rojiblancas salgo a tomar una copa en las fiestas del Zaidín. Más allá del marco incomparable están los barrios, las calles de una gente que viven en su hoy y su mañana, con los ojos abiertos a las cartas de los bancos, a las hipotecas, al despertador, a los horarios de trabajo, a los retrasos del autobús, a los libros de texto, a las conversaciones sobre deporte o sobre política, a los trenes que se quedan dormidos en la estación de Linares-Baeza, al futuro Campus de la Salud. La vida de un cuerpo urbano tiene mucho más que ver con la dignidad de las extremidades que con una acera limpia en el centro. La Granada que deberíamos construir empieza en los barrios, y sólo ellos pueden justificar con su presente las leyendas doradas del pasado, que suenan a hueco sin los vecinos que trabajan, y aman, y sufren, y sueñan, y se indignan, y cantan en sus fiestas. ¿Qué me dices del Granada?, me pregunta un camarero amigo. Y yo le respondo que parece mentira, que esta ciudad se merece otro equipo.

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