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Columna
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Madrid Tejas

Pasando por Nueva York. Ésta ha sido una semana muy norteamericana. Nos lo temíamos. La conmemoración del atentado que hundió hace un año las Torres Gemelas neoyorquinas y la conciencia autosatisfecha de su régimen ha concitado un quórum mediático que ya lo querrían para sí otras víctimas, incluidas las que pesan sobre las maltrechas espaldas del Pentágono. Todos los inocentes son iguales, pero los del Imperio tienen el privilegio póstumo del respeto, de la memoria y del duelo. Antes, durante y después de este 11-S hemos sufrido doblemente con la insistencia de su suerte y con la instrumentalización de una tragedia convertida en un negocio político sin precedentes: repitan una y otra vez las imágenes del horror, y los horrores presentes, pasados y, sobre todo, futuros tendrán justificación. Aznar estará contento.

'Nunca hubiera podido imaginar escenas semejantes', aseguraba con angustia un espontáneo televisado. Pero tal falta de imaginación sólo es posible porque apenas guardamos en la retina un par de fotos fijas (la gigantesca seta de humo venenoso; la niña que corre desnuda y abrasada) correspondientes a los efectos de los únicos ataques nucleares perpetrados, hasta el momento, en la historia. Se esfuerzan porque olvidemos que esas bombas las lanzaron los EE UU, tan preocupados ahora por la posibilidad, presentada cual certeza, de que Irak disponga de tales armas. Al espontáneo, aleccionado y, posiblemente, también inocente, se le olvidaron aquellas escenas. Además de todas las actuales (Bosnia, Palestina, Chechenia, Afganistán...), que no tenemos la desgracia pero sí el derecho de contemplar y que nos son arrebatadas por unos medios de comunicación fidelísimos al gran amo americano. Lo dijo Carlos Taibo, al que acompañaba José María Mendiluce en un acto celebrado en el Círculo de Bellas Artes, y que coincidía en planta y hora con la presentación en España de Dostoievski en Manhattan (Taurus), del filósofo francés André Glucksmann. Todos hablaron de terrorismo, pero Taibo fue el que definió la posición de Bush como 'un secuestro político de las Naciones Unidas'. Otra forma de terrorismo que Aznar apoya incondicionalmente, sumándose a una guerra que asegura que es nuestra. No lo es, y no debemos aceptarlo.

Después (de Madrid a Tejas, pasando por Nueva York), en uno de los infinitos documentales de la tele, vi a un agente del FBI mostrando una extraña daga requisada en un equipaje; y oí: 'Con este cuchillo cualquier sarraceno podría cortar el patriótico cuello de los hijos de América'. Entonces recordé los cuellos de los otros hijos de América: los de los cuellos ennegrecidos de petróleo, calcinados de yeso, roñosos de vagabundeo, salpicados de sangre de matadero, acuchillados de cárcel de inmigración. Los otros hijos de la otra América. Los que no se corresponden con los impolutos a quienes se refiere Bill Thomson, comandante en jefe de la Fuerza Aérea norteamericana destacada en la base militar de Bagram, al norte de Kabul: 'Hay gente en el mundo que no puede aceptar que otros países sean estables, ricos y organizados'. Los que no aparecen en los infinitos documentales patrióticos. Los fotografió Richard Avedon entre 1979 y 1984 viajando por el Oeste de EE UU y desde esta semana tan obviamente norteamericana se exponen en la Fundación La Caixa. No parecen estables, ricos ni organizados. No lo son. Quizá sus cuellos ni siquiera sean patrióticos. Avedon coloca a sus personajes ante un gran papel blanco y les hace unos retratos de técnica perfecta. En su caso, la técnica significa definición y encuadre, pero también una superdotada capacidad para que la gente se pare y le mire sin más, siendo cada uno quien es, y lo que significa, sin el sólo añadido de un gesto. Todos ellos podrían sin duda llegar a ser víctimas de un ataque terrorista, pero lo cierto es que uno percibe que ya son víctimas de algo anterior a un atentado. Víctimas de su patria. Aunque Avedon no acusa: opina. Sus palabras sobre la fotografía pueden aplicarse a cualquiera de las imágenes americanas que hemos visto en los últimos días: 'Un retrato no es una semejanza. En el mismo instante en que una emoción o un hecho se convierte en una fotografía deja de ser un hecho para pasar a ser una opinión. En una fotografía no existe la imprecisión. Todas las fotografías son precisas. Ninguna de ellas es la verdad'.

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