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La Quincena Musical de San Sebastián se clausuró con una gran fiesta rossiniana

Alberto Zedda dirigió con ligereza y mucho empaque 'El viaje a Reims', de Rossini

Con El viaje a Reims, de Rossini, se clausuró anteayer la 63ª edición de la Quincena Musical de San Sebastián. Se desprendía cierta euforia en los organizadores por su desarrollo, y no era para menos. Han batido varios récords numéricos: 30.000 localidades vendidas, 98,5% de ocupación, 855.000 euros de recaudación. La Quincena tiene un público de todas las edades que confía totalmente en las propuestas de su festival veraniego. La calidad de la programación del equipo dirigido por José Antonio Echenique sitúa a la cita musical donostiarra en un nivel de privilegio.

El domingo era día de regatas en San Sebastián. Muy apropiado para escuchar después a Rossini, aunque no fuese en ese maravilloso tríptico llamado La regata veneciana, sino en algo muy especial: El viaje a Reims, una obra a medio camino entre la cantata y la ópera, entre la ambigüedad y el absurdo que, si se hace bien, es un bálsamo de felicidad belcantista.

La puesta en escena de Lorenza Codignola, discípula de Ronconi, para El viaje a Reims se estrenó hace dos años en el Festival Mozart de La Coruña con un éxito enorme. El reparto que ahora comparece en San Sebastián es muy parecido al de entonces. Dirige además Alberto Zedda, el gran apóstol de Rossini en la tierra, y está también la Sinfónica de Galicia, una orquesta tan apropiada para hacer la música con ligereza que si se lo propone acabará tocando en el mismísimo Pesaro, la meca del rossinismo.

Los timbres no podían ser mejores, pero la representación tardó un buen rato en coger temperatura. Estaban los cantantes demasiado relajados, como ensimismados, y Zedda planteaba una lectura stendhaliana, entre el diletantismo y la locura organizada. Había orden, brío, pero faltaba un suave no sé qué, un cierto encanto.

Pero llegó ese excepcional concertante a 14 voces del final del primer acto y, quien más quien menos, se fue sacudiendo la galbana y empezó a entrar de forma decidida en la fiesta. La chispa se presentía y saltó en el dúo del segundo acto entre Ewa Podles y Rockwell Blake, un dúo que se intuía excitante y vive Dios que lo fue. La contralto pisó la escena con una gracia imponente y el tenor no se quedó a la zaga. Resultado: Rossini en estado puro, es decir, artificio, abstracción, seducción y una inmensa alegría de vivir haciendo música. Lo esperado.

La escenografía de Francesco Calcagnini es atractiva en su barroquismo, pero también un tanto abigarrada y a veces confusa para el ritmo narrativo. En San Sebastián estaba mejor iluminada que en La Coruña y, sin embargo, funcionó peor. Cosas que pasan. Zedda lograba cada vez un sonido más transparente de la Sinfónica de Galicia. Lo fundamental era crear la atmósfera rossiniana, concertando con tino y dejando que la música fluyese sin afectación. Una sensación de naturalidad se desprendía de su trabajo.

De los cantantes, además de Podles y Blake, destacó la elegancia de Charles Workman, el instinto de Mariola Cantarero, la regularidad de María José Moreno, la línea musical de Josep Ramón, el melodismo fácil de Cinzia Forte, la presencia de Bruno Pratico y la profesionalidad a prueba de bombas de Marina Rodríguez Cusí. La Coral Andra Mari cantó con solvencia, aunque se movió en escena con algo de pesadez. El espectáculo no alcanzó las cotas de su presentación en La Coruña en 2000, pero sí estuvo a gran altura. La Quincena terminó en fiesta por todo lo alto.

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