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Columna
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Han vuelto

En esta larga lentitud del mes de agosto, Gregorio cultiva la pereza y renuncia a la memoria, suspende reuniones privadas y actividades públicas, y a la manera del girasol cuando se acopla al capricho de su amo y dócilmente le acompaña en su vuelta al mundo, él se pliega a una jerarquía que asume la dirección de su vida con la petulancia de un cómico rancio, más preocupado de llenar el escenario que de matizar su papel.

Al levantarse por la mañana tras un sueño de bebé, o cuando emerge de las siestas de orinal y pijama como si saliera de la tumba, Gregorio contempla lo que le rodea a través de la rejilla de sus ojos entornados. Y lo mismo que el filtro de la persiana reduce el panorama del observador a cambio de proporcionar más sombra, así él limita su perspectiva, y desentendiéndose, por ejemplo, de las oscilaciones del mercado bursátil, se contenta con mirarse el ombligo.

Una naturaleza cómplice de su indolencia borra los hitos de su pasado laboral. En contra de lo que tenía por costumbre, todas las horas de la jornada se igualan en importancia y ninguna despunta, y si de acuerdo con este principio él decide cuándo desayuna, almuerza o cena o la instancia procesal más adecuada para tomar una cañita con berberechos, también al otro lado de la ventana el ambiente se contagia de esta mansa anarquía y no se entiende la continuidad militar del semáforo en una calle desprovista de vehículos, con el carril del aparcamiento inútilmente ganado a una rácana circulación de automóviles donde vibra la estela, ni siquiera estruendosa, del que con todo el terreno a su disposición para la maniobra suicida o el paseo a velocidad de tortuga, se pierde en el horizonte sin haber avisado de que se acercaba. Fue una exhalación, y Gregorio lo interpreta como una pesadilla de duermevela o un espejismo.

Al desaparecer la cortina de coches que tapa los edificios, y lo mismo que cuando cae la costra de una herida, las fachadas se despejan y esta desnudez resulta patética, ya que nadie traspasa sus puertas, asoma a sus ventanas o enciende las luces. Sin vida que mostrar, esta arquitectura es un decorado que convierte a la ciudad en un estudio de cine, eternamente alerta para un rodaje que se retrasa. Pero estos caserones deshabitados fascinan con su anacronismo, tienen la gallardía del retén extraviado en el desierto, y por eso, en algún momento de este verano interminable, esas oficinas cerradas y esas viviendas sin inquilinos emiten por sorpresa el eco de su vitalidad antigua. Semejante alteración del orden es una impertinencia, la reclamación del súbdito a su dueño y, como tal, sin rango para sobresaltar a los que en las lejanas playas de la costa pudieran sentirse concernidos por la queja de sus centinelas.

Los ausentes envían testimonios de su afecto a esta desolación ciudadana, preferentemente postales salpicadas de una vivacidad grotesca. Pero otro día alguien adelanta su regreso, y su inesperada comparecencia, dramáticamente enlutada o atraída por imprevistos de fontanería, es el augurio de que la excepcionalidad ha de terminar. Poco a poco reaparecen los que se marcharon, el espacio urbano se comprime para acogerlos, los aparcamientos callejeros se cubren, asoma a las ventanas la limpiadora, alborotan los chicos en las escaleras y a las puertas de los grandes almacenes comentan los viajeros sus impresiones de feliz cansancio. Con ellos la ciudad resucita de su condición veraniega de necrópolis y recobra al fin su temperatura crispada cuando la señora de bronceado de miel, marido importante, niños estupendos y patrimonio consistente abronca a la cajera ecuatoriana del supermercado.

Han vuelto, y miran por encima del hombro a los que permanecieron en el lugar donde ellos ahora descargan su equipaje de mano: la exigencia, la prisa, la rivalidad, la angustia, el frenazo, el desplante, la ostentación de la sonoridad. Su presencia cierra el paréntesis de agosto y ejercita reflejos desusados. En la víspera de reanudar su trabajo, Gregorio prepara el despertador, el traje, la corbata, los zapatos, el reloj de pulsera, el monedero. Arranca del calendario la hoja de su último día ocioso, escucha las noticias y, antes de meterse en la cama y apagar la luz, toma un somnífero. Esa noche tiene un sueño agitado. Y cuando a la mañana siguiente despierta, se ha transformado en un monstruoso insecto para tranquilidad de todos.

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