Ídolos y sombras
Hace tiempo vi un documental, creo que fue de la BBC, en el que se explicaba parte de la historia del siglo XX recurriendo al recuerdo de algunos intérpretes en entrevistas políticas decisivas. Las imágenes actuales de esos peculiares testimonios, en color, se alternaban con las viejas imágenes en blanco y negro; en éstas eran jóvenes, en aquéllas, pasados varios decenios, eran ya ancianos que rememoraban con evidente delectación las anécdotas y conflictos de los tiempos pasados.
El documental era realmente fascinante y ponía de relieve hasta qué punto los traductores han sido determinantes: podría imaginariamente elaborarse otra historia de la civilización, con toda probabilidad la más auténtica, con la memoria de los más variados intérpretes que han mediado en los encuentros culturales y políticos.
En el citado documental sobresalían los relatos de los traductores que habían intervenido en Yalta, tejiendo y destejiendo las palabras de Roosevelt, Churchill y Stalin, y de los que habían asistido a la primera entrevista de este último con Mao Tse-tung tras el triunfo de la revolución china. A juzgar por los recuerdos de los intérpretes, cada gesto, cada movimiento, cada inflexión de voz era una preocupación añadida a las difíciles búsquedas idiomáticas. Curiosamente, sin embargo, en todos los casos aludían al hecho de que uno de los momentos más delicados era el de la pose para los fotógrafos. Cualquiera de los cuatro políticos citados sabía demasiado bien cuál era el poder de la fotografía como para perder posiciones con respecto a los demás. Al parecer la famosa fotografía colectiva de Yalta fue el fruto de unas negociaciones tan minuciosas que estuvieron a punto de conducir la conferencia al fracaso, además de hacer enloquecer a los intérpretes.
La fuerza idolátrica de la fotografía envolvía una vez más a los propios protagonistas de la historia moderna demostrando de nuevo que ni siquiera el cine ha gozado de este poderío. La imagen en movimiento de la cinematografía ha tejido una telaraña visual que ha atrapado los últimos rincones de la retina del siglo XX, pero ha sido la imagen fija e inmóvil de la fotografía la que ha creado los ídolos más perdurables. Lo que está grabado en nuestra memoria es el fotograma de Humphrey Bogart o Rita Hayworth, el cine detenido y reducido a fotografía. Lo que ha provocado los delirios colectivos del culto a la personalidad es la imagen fotográfica convertida en icono religioso: Hitler, Mussolini o los mismos Stalin y Mao sabían perfectamente que el gran tótem debe ser solemne, hierático, impregnado de superioridad demoledora. Y sus fotógrafos también lo sabían.
Nadie más autorizado para atestiguar la extraña complicidad entre retratista y retratado que la fotógrafa alemana Gisèle Freund, cuya obra se expone actualmente en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona bajo el título El mundo y mi cámara. Y aunque es cierto que Freund se dirige mucho más al escenario de la cultura que al de la política -pese a sus incursiones en las figuras de Eva Perón y Mitterrand- no por ello es menor su maestría al rastrear los entresijos de aquella complicidad. Gisèle Freund, más que retratar, hace posar a algunos de los principales escritores del siglo pasado. Hay algo de teatral, tragicómico, en esta exigencia. Como contrapartida se ofrece la creación de un ídolo para la posteridad.
Sabemos más o menos como han posado los políticos y militares a lo largo de la historia, primero ante el escultor y el pintor y luego ante el fotógrafo: un gesto de seriedad y supuesta nobleza infinitamente repetidos, matizados finalmente con los alardes democráticos de simpatía desenfadada. También comprendemos, por supuesto, a través de informaciones como las de los intérpretes, qué se oculta bajo las caras alegres de Yalta.
Gisèle Freund nos explica con sus retratos cómo posan los artífices de la cultura. Es decir: cómo quieren ser vistos, cómo quieren pasar a la posteridad, cómo quieren que se refleje su obra en su rostro, cómo quieren ser juzgados y también, finalmente, cómo quieren ser absueltos bajo la máscara inocente de la hipotética espontaneidad de su gesto. Freund les deja simular todo esto al tiempo que dispara implacablemente sus propias simulaciones.
No sé quién inventó el primer retrato donde se recogía la severidad de Dante, pero es evidente que es el Renacimiento el que empieza a glorificar la nueva figura del artista, que compite con el poder político y religioso dotándolo de un aura de grandeza moral. Al menos desde Durero el artista posa con un aire de seriedad trascendente. En el otro extremo está la sonrisa filosófica con que Van Loo pinta a Diderot y Houdon esculpe a Voltaire.
Tanto en un modelo como en otro se cumple seguramente el juego entre retratista y retratado.
Pero este juego aún no poseía la crueldad, el vértigo, la maravillosa exactitud que le otorgó la fotografía. Freund tensó al máximo las reglas del juego, respetando, sin embargo, con una delicada ironía, el desamparo del artista -aun del más histriónico- ante la cámara. Los grandes iconos políticos del siglo XX fueron concebidos para que la multitud creyera sin ponerse a pensar qué había a la sombra de los ídolos. Gisèle Freund, por el contrario, muestra los andamios que sostienen al personaje.
Ni el aire melancólico de Virginia Woolf, ni la evasión de James Joyce, ni el tono aventurero de André Malraux, ni la timidez de Samuel Beckett, nos ocultan la comedia que entraña la tragedia humana.
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