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Punto de partida
Columna
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Cincuenta formas distintas de decir nieve

HACE DIECISIETE AÑOS tenía una máquina de escribir portátil y, en los ratos perdidos, me dedicaba a urdir cuentos en los que intentaba remedar a Hawthorne, a Cortázar y a Melville. Se trata de un recuerdo más punzante que nostálgico porque, como no soportaba los tachones, consumía más tiempo pasando a limpio lo ya escrito que escribiendo cosas nuevas y, tras cada sesión de escritura, mi cuarto de adolescente aparecía indefectiblemente cubierto por docenas de gurruños de papel que rebosaban la papelera. No había decidido ser escritor, porque eso no se decide ni sucede acaso salvo cuando otros que no lo son te lo llaman, pero sí creo que había decidido escribir un libro. Había sido unos meses antes, en agosto de 1983 en Fuenterrabía. Es el verano que más nítidamente recuerdo y con seguridad el más importante de cuantos he vivido. Fue triste porque esperaba la muerte de alguien querido y, sin embargo, me recuerdo en cada noche de tormenta de las muchas que hubo a lo largo de ese verano escribiendo en un cuaderno de rayas el comienzo de una novela que, por supuesto, nunca terminé. Parecerá extraño, pero la novela nada tenía que ver con la muerte anunciada. Entonces, todavía cabía tiempo para todo, para penar, para soñar con el futuro y para escribir.

Siempre me han aburrido por pueriles los retratos, como el que acabo de bosquejar, en los que los escritores se remontan al pasado para localizar el despertar de su vocación: retratos de largas convalecencias juveniles, o de niños solitarios que pasan su tiempo leyendo, y que, más allá del intenso olor a medicina que despiden, nada que no sea fraudulento traen adherido. Más importante que el cómo o el cuándo es el porqué y a esta pregunta nadie que se dedique a escribir está en condiciones de responder porque es probable que hacerlo entrañase su abandono de la escritura. No creo, por otra parte, que el mecanismo mediante el cual se despierta la vocación de escritor sea muy diferente del que despierta la vocación de un bombero o de un policía, también ellos pueden evocar ensoñaciones infantiles elucubradas en calurosas tardes de verano cuando sus casas parecían dormidas y el lejano sonido de una sirena alumbraba exactas visiones del futuro. La construcción retrospectiva del pasado, más aún si ésta se edifica para justificar una elección que ha encauzado el rumbo de la vida, es similar en todos los casos y pretender que el del escritor es distinto, o tiene mayor interés que el de otros, es incidir en el mito nefasto del artista dotado de halo, del ser especial ungido por los dioses.

No sólo hay distintos modos de enfrentarse a la escritura, sino que estos modos cambian a lo largo de la vida; muchas veces, incluso, en el lapso de un día. Se escribe por vocación, pero a veces también porque no nos queda otro remedio, por costumbre o como un modo de eludir la pregunta que nos llevaría a dejar de escribir. Si las comparamos con las de cualquier otra afición que con el tiempo acaba convertida en una forma de vida, ni siquiera las motivaciones que encendieron la mecha son singulares. Todas las infancias se parecen, en todas se dan los mismos anhelos, anhelos de orden o de desorden, de investigación o de olvido, de domeñar a la naturaleza o de vivir conforme a ella, de administrar y reparar los defectos que a nuestro alrededor vemos o de ahondar, por el contrario, en el desequilibrio; lo que distingue al novelista es la soberbia de querer aglutinarlos todos, ser y no ser, crear mundos paralelos en los que lo no sucedido sea igual a lo que de verdad sucedió. En el verano de 1983 en Fuenterrabía es posible que la escritura se volviese el único camino para trazar una realidad separada de la que estaba viviendo. Es posible asimismo que respondiera a un impulso imitativo, ya que no he dicho que el ser querido cuya muerte esperaba y al final llegó era escritor. Pero fuese por lo primero o por lo segundo, por una mezcla de ambas o por una razón que aún se me escapa, el porqué de que haya perseverado es otra cuestión. Si estoy satisfecho y todo parece ir bien, simplemente no me lo pregunto. Si las dudas se apoderan de mí y entre las líneas de mi desasosiego surgen los cantos de alternativas más felices, no tardo en responderme que por pura cabezonería.

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