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Columna
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El Sur

Conviene siempre tener una metáfora que llevarse a la boca. La rutina es un cuchillo que corta la vida en pequeños trozos interminables. Al otro lado del mar y de los viajes, las mañanas de septiembre parecen una casa asaltada por los ladrones, con los cristales rotos, los cajones volcados en el suelo y los objetos más íntimos convertidos en basura. Y los ladrones se limitan a comportarse como una extensión de la realidad, porque el grifo de la ducha no funciona, las macetas se han secado y la nevera oculta el mismo frío seco de las oficinas, la misma podredumbre de las noticias en las páginas de los periódicos. Observamos una reunión de catástrofes con la fecha de caducidad muy pasada, y en cada frontera hay una manzana con gusanos, y en cada mesa de negocios brotan corazones cubiertos de moho, y en cada poeta aparece una insoportable sensación de ridículo. El mundo no es noble, ni bueno, ni sagrado, pero da vergüenza opinar sobre el mundo, porque el sentido común y la moral cínica de los poderosos han conseguido reducir el pensamiento crítico a un asunto de niños, tontos y locos. Así que es difícil mantener el sentido de la orientación, sin acabar hechos unos idiotas o unos cascarrabias. Más cerca del pesimismo que de cualquier otro dolor meteorológico, el cielo de septiembre cae sobre la ciudad como un regreso a la desilusión y al vacío.

Por eso conviene tener una metáfora que llevarse a la boca, y no sólo porque la nevera esté impracticable, sino porque las metáforas se parecen mucho al sentido de la orientación. Uno mira la realidad hasta imaginar con el instinto de los ojos la dirección posible, el lugar en el que puede pensarse un futuro distinto. Entre todas las ensoñaciones que conozco, mi preferida es la invitación al Sur, ese modo de dignidad y belleza que han ensayado los poetas a la hora de definir a Andalucía. Los poetas andaluces vuelven una y otra vez a sus raíces para cantar una identidad que no pierde la conciencia. Sin costumbrismo, sin ramplonerías, sin mezquindades, Andalucía nace en cada verso como un territorio propio desde el que alcanzar la universalidad, la razón última de las verdades humanas, el juego serio de la vida y la muerte, del deseo y la fatalidad. Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti y Luis Cernuda hablaron de Andalucía mientras buscaban un territorio común en el que situar su conciencia de individuos. No intentaron ser portavoces de ninguna identidad, ninguno habló en nombre de una verdad establecida por encima de su propia imaginación. Quisieron ser responsables de sus metáforas, de sus imaginaciones, de su derecho a la felicidad, sabiendo perfectamente que la felicidad, cuando se debe decidir, sólo es una ética, una forma de orientarse en los cruces de caminos. El Sur es una herencia, nuestra herencia elegida, la renuncia a integrarnos en una realidad que no nos gusta. Por eso el Sur vive todavía como vínculo de futuro, como la decisión moral que salva del pesimismo, y de los cielos de septiembre, y de las catástrofes asumidas, y de las rutinas otoñales, y de la globalización entendida como el poder infinito de los negociantes. En vez de abrir las puertas de una casa robada, podemos regresar a la metáfora del Sur.

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