Un clásico de los grandes efectos
Madrid va convirtiendo su teatro en musical, como ha pasado antes en las grandes capitales de lo que fue el arte dramático. No se suelen crear aquí, como hacen los otros, sino que traen con la fama incluida y la universalidad, y se copian literalmente, muchas veces -ésta es una- por exigencia de sus creadores de Londres o Nueva York, que temen ver sus obras que tanto aman en harapos locales: en el estreno de Madrid de esta obra, su autor y propietario, Lloyd Webber, estaba sentado en la fila tras la mía, con sus hijos, y se reían, gritaban y aplaudían como si la vieran por primera vez, y gritaban sus bravos. Este género que salta del arte dramático al lírico, sin tener el rigor de la ópera, pero con una música de calidad y una orquestación seria, sin grandes cantantes, pero por encima de la media de la canción, me interesa ligeramente: aquí o en Broadway, o en Londres, donde vi hace casi veinte años esta obra en la temporada del estreno. No encuentro gran diferencia entre aquello y esto, aparte quizá de ese toque de calidad que tiene lo original, y tampoco tengo almacenados recuerdos para comprar. Sé que no me gustó gran cosa entonces ni ahora, y que esta vez parece más aburrida por la repetición incesante de sus versiones en el mundo; y creo yo que porque este tipo de teatro ya sorprende menos. Me refiero, ahora, al teatro de grandes efectos. Mientras las formas herederas del teatro de acontecimientos -el cine, la televisión- se han multiplicado hasta las genialidades de Spielberg, el teatro ha progresado poco. Precisamente la repetición exacta de lo que fue ya hace 20 años indica que no hay nada que añadir.
EL FANTASMA DE LA ÓPERA
Música: Andrew Lloyd Webber. Intérpretes: Luis Amando, Felicidad Farag, Armando Pita. Dirección musical: Pablo Eisele. Escenografía y vestuario: María Bjornson. Teatro Lope de Vega.
Leí a Gastón Leroux en mi infancia. Era autor de novelas detectivescas, de aventuras y 'de miedo', decíamos. Creó el personaje de Chéri-Bibi, y el de Rouletabille, un periodista que ahora llamaríamos 'de investigación' que entraba en las aventuras. No está en este Fantasma, donde sí hay misterio, ambiente, capacidad literaria para encontrar un mundo misterioso y legendario en los sótanos olvidados de la Ópera de París -el Palais Garnier- y, naturalmente, amor; y repetición del mito eterno de La bella y la bestia, dentro del cual se repite la creación del personaje ambiguo entre la maldad y la ternura y el amor. La novela ha perdurado no sólo en Francia, sino aquí mismo, donde las ediciones han seguido vendiéndose: la más reciente, en la traducción de Mauro Armiño que sale ahora en formato de bolsillo. Con ese placer por la novela clásica, o por su recuerdo, la aventura teatral se reduce a ser su ilustración con todos los efectos, los brillantes de los trajes, la lámpara que cae sin caer o el lago que no es de agua sino de humo. Está sobre todo la música de Lloyd Webber y el esfuerzo de los cantantes y los bailarines por permanecer dentro de la calidad. Esta especie de estreno, en su acepción lógica de primera representación, a la que creo que seguirán algunas otras representaciones especiales para más invitados, se desarrolló sin errores ni problemas, con mucha dignidad, y fue agradecida por el público invitado que precede al que ya ha agotado entradas para otros días: la cifra que se daba ayer era la de 20.000 localidades ya vendidas.
Babelia
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