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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Harnden y Bombelli en Cadaqués

Este verano el Colegio de Arquitectos de Girona ha presentado una exposición de la obra construida en Cadaqués por el arquitecto inglés de origen americano Peter Harnden (1913-1971) en colaboración con el arquitecto italiano Lanfranco Bombelli (1921), una exposición que han dirigido con mucho acierto Manuel Martín y Anna Noguera y de la que se ha publicado un excelente catálogo con diversos textos interesantísimos, entre los que hay que destacar el ensayo crítico y biográfico de Antonio Pizza y la entrevista con Bombelli escrita por Manuel Martín. Un objetivo de la exposición y, sobre todo, del catálogo, habrá sido rendir homenaje a una obra de alta calidad, pero otro no menos trascendental ha sido reflexionar sobre el fenómeno Cadaqués -'el pueblo más bello del mundo', como afirma exageradamente Rosa Regàs en el prólogo del catálogo-, un fenómeno que tiene una doble interpretación. ¿Por qué en la década de 1960 la arquitectura logró allí unas tipologías y hasta unos recursos estilísticos que salvaron al pueblo de la mediocridad repugnante de la arquitectura turística de toda la costa catalana? Pero, también, ¿por qué hoy esta solución ya no funciona y aparecen por sus entornos, hasta el cabo de Creus, unas suburbializaciones y unos desmanes arquitectónicos que obligan a referir la frase de Regàs en la exclusiva limitación del núcleo central, el que supieron respetar -y mejorar- los arquitectos y los usuarios felizmente snobs de los años sesenta?

El catálogo de la exposición da respuestas plausibles a la primera pregunta con la referencia a una lista de usuarios especialmente sofisticados: artistas, intelectuales, empresarios extranjeros que habían comprendido la elegancia del lugar y una burguesía catalana ilustrada que todavía mantenía el buen gusto cosmopolita anterior al franquismo. Por un lado los Staempfli, los Frasquelle, los Callery y, por otro, los Villavecchia, los Rumeu, los Senillosa se disponían a utilizar la costa turística de manera distinguida, lo más lejos posible de los botiguers catalanes o alemanes que estaban convirtiendo, por ejemplo, la vieja Tossa de los artistas en el pueblo más feo del mundo, si se me permite una exageración paralela a la de Regàs. Pero la respuesta se complementa con la lista de arquitectos que marcaron en Cadaqués la tónica de los años sesenta con una extremada sabiduría al ofrecer los modelos para desarrollar una corriente de discreción estilística, incluso en la nueva arquitectura más o menos anónima que se fue desarrollando durante algunos años. Los más importantes fueron los equipos Correa-Milà y Harnden-Bombelli, ambos relacionados por la común admiración e incluso la intermediación personal y cultural de Coderch.

Estos dos equipos en líneas no exactamente coincidentes pero paralelas crearon unas maneras arquitectónicas que derivaban a la vez de la interpretación de un legado autóctono -incluso popular- que hemos acabado considerando específicamente mediterráneo y de unas corrientes del movimiento moderno que en aquellos años sesenta se proclamaban reformistas respecto a la ortodoxia del primer Movimiento Moderno. Era cuando con resultados tan eficaces se reclamaba un cierto regionalismo, un organicismo y hasta un posracionalismo con referencia a los maestros del norte de Europa y de la Italia de Casabella-Continuità. Harnden y Bombelli añadieron quizá unos retoques americanos con la elegancia ligeramente aristocrática de Neutra y los californianos. Pero lo más importante es que supieron entender la realidad geográfica y social de aquel Cadaqués e implantar unos modelos que lo han salvado hasta hace pocos años.

Hasta hace pocos años, en efecto, porque este pueblo ya está perdiendo aquella entereza estética. La suburbialización se ha apoderado de sus entornos. El camino de Cadaqués a Port Lligat se ha convertido en un paraje tan lastimoso como el de Tossa, el de Lloret o el de Palamós. Un paraje que, a pesar de las promesas de preservación, se está prolongando hasta el cabo de Creus. ¿Qué se ha hecho de aquella sociedad ilustrada y de aquellos arquitectos beneméritos? ¿Tendremos que aceptar que los arquitectos y los clientes de los años sesenta vivían un mejor ambiente cultural? ¿O que la responsabilidad colectiva era más eficaz cuando era casi clandestina y se refugiaba en la oposición política, por ligera que fuese, más eficaz que ahora, cuando debería confiar en una política territorial que, sorprendentemente, se demuestra inexistente y malévola a pesar de la democracia y la autonomía? Me resisto a aceptar que esta degeneración sea simplemente la consecuencia natural de los complicados procesos de masificación y de popularización y que a la actual avalancha turística no se le puedan exigir las premisas estéticas que mantenía una burguesía ilustrada. En todo caso, si fuera así, todavía sería más evidente, más grave y más punible el abandono de unas autoridades -políticos locales y nacionales- que tienen la responsabilidad de proteger y de educar. Y todavía más lastimoso el panorama social de un país en el que no quedan ni los restos de la antigua burguesía ilustrada.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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