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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los mejores, amigos de los buenos

Aurelio Arteta está decidido a rescatar emociones que están bajo sospecha. Lo hizo hace unos años con la compasión, en un estudio que es de obligada consulta, y lo repite ahora con la admiración. La diferencia es que si entonces tuvo a su favor la memoria dolorida de la humanidad, ahora se las tiene que ver con un afecto en franco descrédito.

El autor es consciente de que en un mundo en el que lo ideal es ser un tipo normal y en el que nadie es más que nadie, valorar la admiración puede resultar un tanto decadente. Arteta acepta el desafío y se adentra hasta las raíces de todos estos lugares comunes. Está, por un lado, el tópico de la igualdad. Por supuesto que la igualdad en la dignidad es una conquista irrenunciable; lo discutible es que a su sombra ha crecido una (in)cultura del igualitarismo que recela de toda autoridad, sobre todo si es moral, con lo que lo normal se presenta como norma y lo banal como principio. Luego pasa revista al culto de la diferencia, fomentado por el comunitarismo, ocupado en señalar las peculiaridades no las cualidades, que iguala todo lo existente con tal de que lleve el sello identitario de la sangre y de la tierra. No sería extraño, finalmente, al ocaso de este sentimiento una cierta democratitis convencida de que los principios se deciden por mayoría, como ya denunciara Ortega en La rebelión de las masas. El resultado es el culto al relativismo, la retórica del qué más da, y la sustitución del 'nunca lo bastante' de la admiración por el 'nada en demasía' de la tolerancia. Como se puede ver, lo que está en juego con algo tan frágil como la admiración es el meollo de la razón práctica.

LA VIRTUD DE LA MIRADA. ENSAYO SOBRE LA ADMIRACIÓN MORAL

Aurelio Arteta Pre-Textos. Valencia, 2002 337 páginas. 24 euros

El objetivo del libro es la educación, en un doble sentido: educar la mirada del lector en la importancia del cultivo de este afecto y mostrar al educador el papel de la admiración en la formación de sus alumnos. Por lo que respecta al primer objetivo, Arteta no se ahorra esfuerzos. Con paciencia de relojero va rastreando la historia de este sentimiento, deteniéndose en aquellos momentos propicios a su desarrollo (Aristóteles, Spinoza o Smith) o particularmente críticos (Kant, fundamentalmente, con quien el autor mantiene un pulso constante). Gracias al método Jericó practicado -dar vueltas al tema hasta que se apodera de él- podemos hacernos una idea aproximada de algo eminentemente huidizo. Porque hay muchas formas de admiración -estética, deportiva, teórica, religiosa-, pero la que aquí interesa es la moral, que es 'un sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla'. El admirador ve en lo admirado el cumplimiento de una excelencia humana que él quisiera tener y llegar así a ser él mismo admirable. Llegados a este punto el filósofo tiene que contenerse y preguntarse cómo ese afecto, si es moral, puede ser universal, es decir, tiene que plantearse la relación entre la emoción y la razón. El término español de senti-miento es un anticipo de que ese afecto pertenece al orden de los sentidos, pero también de la mente. ¿Y cómo aúna el autor su entusiasmo por la compasión con el que ahora muestra por la admiración si aquél tenía por objeto al débil y éste al fuerte? El autor se lo tiene bien pensado, aunque el largo itinerario que recorre no le deje mucho tiempo para aclararlo. El lector no deja de pensar, sin embargo, que si este sentimiento supone siempre un triunfador, quedaría un tanto minada su pretensión de universalidad. El peligro es tanto mayor cuanto que la teoría aristotélica de la virtud en la que se apoya entiende que ser virtuoso no consiste en ser bueno, sino en ser mejor... Arteta es conciente del aire aristocrático que envuelve a este sentimiento moral, pero lo acepta en nombre de la justicia.

Arteta ha preferido ser fiel a la tarea de filósofo de una generación que ha tenido que acumular la información que sus maestros no pudieron (por el exilio) o no supieron darle. Una sociedad culta es la que tiene al alcance de la mano estudios rigurosos, como éste, sobre los que la nueva generación podrá construir creativamente. A esa tarea esencial hay que sumar las acertadas sugerencias que, en el último capítulo, dedica a los enseñantes. En particular el rescate de la figura moral del testigo. Para una educación formativa (instrucción) no bastan los conocimientos, sino la motivación para la vida virtuosa. Ése es el lugar del testigo que ejemplifica una determinada virtud. En tiempos en los que hablamos de la disolución del intelectual, bienvenida sea esta figura del testigo que provoca admiración y hace admirable a quien le sigue.

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