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Reportaje:TEATRO

En el taller de Robert Wilson

Este es el relato de un encuentro intermitente con Robert Wilson (Waco, Tejas, 1941). Tiene lugar a inicios de agosto, durante cuatro días, en Watermill, un lugar a medio camino entre centro cultural y campamento de verano en el que el director de teatro y diseñador, año tras año, prepara sus próximos proyectos. Es intermitente porque Wilson es un hombre ocupado, disperso e introvertido, y porque son muchos los que compiten por su atención.

'Mi lista de direcciones de correo comprende entre 6.000 y 7.000 personas', bromea, cuando, finalmente, concede una breve entrevista formal. 'Y sólo estoy hablando de los amigos cercanos'.

Aquí ha reunido una cincuentena de ellos, entre estrechos colaboradores, jóvenes discípulos venidos de todo el mundo y pudientes benefactores. Esto último tiene que ver con que Watermill queda en los Hamptons, que a su vez se encuentran en Long Island, en el Estado de Nueva York. Es una de las regiones con más millonarios por kilómetro cuadrado en Estados Unidos.

'El cuerpo no miente. Si te escuchas a ti mismo, sabes lo que está pasando'
'La creatividad puede ser cualquier cosa, desde hacer pan, poner la mesa, ordenar las flores en un florero'

Se habla con Wilson, por ejemplo, cuando enseña a los visitantes su impresionante colección de cerca de 4.000 esculturas, monolitos, fotografías, sillas y objetos varios que, verano tras verano, se traslada desde Nueva York hasta este bosque y este edificio, un antiguo laboratorio de la Western Union, en el que, supuestamente, se inventó la primera máquina de fax, en 1946. En la planta baja, Wilson se detiene ante una foto de Albert Einstein. El físico tiene la mirada perdida en su despacho abarrotado de libros.

Pero no es eso lo que llama la atención de Wilson. '¿Veis ese pequeño espacio entre sus dedos?', pregunta al grupo de curiosos que lo acompaña. 'Está en todas sus fotografías, no importa si lo retratan a los 12, 22, 42 o 72 años. Siempre mantenía así sus manos. Fue dentro de este espacio en el que sostenía la tiza con la que hacía sus cálculos y también el arco del violín, su pasatiempo favorito. Basé Einstein on the Beach en este gesto. Todos los que estuvieran sobre el escenario tenían que encontrar una manera de expresarlo'.

Einstein on the Beach, una ópera con la música de Philip Glass, supuso la consagración internacional de Wilson, en 1976. Fue el descubrimiento de un lenguaje teatral y operístico nuevo, en el que el texto pierde importancia frente a la imagen, en el que el tiempo y el movimiento están exactamente cronometrados y, en ocasiones, se expanden hacia el infinito, y en el que el sentimiento se impone sobre la razón. Luego vendrían montajes como Death, Destruction & Detroit (1979), Civil warS (1984), Orlando (1993), Time Rocker (1996) o Woyzeck (2001), estos dos últimos en colaboración con el músico Tom Waits. Menos conocido en su natal Estados Unidos, la gran mayoría de sus trabajos han sido estrenados en Europa. Sobre todo últimamente, hay quienes reprochan a Wilson que ya sólo presenta variaciones de lo mismo. Pocos dudan, sin embargo, que es uno de los grandes creadores escénicos del siglo XX.

El recorrido por Watermill con-

tinúa. Por los corredores hay decenas de sillas sobre las que nadie osa sentarse. Son demasiado valiosas. Asientos antiguos, asientos únicos, asientos teatrales: con su mente matemática, Wilson sabe datarlos todos con exactitud. 'Cuando tenía ocho años tuve un tío que vivía en un desierto de arena blanca en Nuevo México. Lo visité en el Día de Acción de Gracias y le dije: '¡Qué silla tan bella tienes ahí!'. Cuando tuve 10 años, me la regaló por Navidad. Era un chaval que crecía en Tejas, me solían regalar botas de vaquero o camisas rojas de franela o rifles, todo lo cual yo odiaba, y sigo odiando. Pero ahí estaba una silla, y me pareció interesante. Cuando tuve 17 años, su hijo, John, mi primo, me escribió: 'Mi padre te dio una silla. Es mía. Devuélvemela'. Se la envié y fue el comienzo de algo'.

'¿El comienzo de un vacío que ha intentado llenar desde aquel entonces?', indaga uno de los visitantes. Pero Wilson no responde. Nunca responde a este tipo de preguntas. A duras penas abre la boca. De niño era tartamudo. Apenas a los 17 años, una bailarina, Byrd Hoffman, le ayudó a dominar la lengua.

Sale del edificio y se adentra en el bosque. Entre un tótem y piedras tan antiguas como las de Stonehenge, pero indonesias, se topa con un animal mitológico, mezcla entre perro y oso, tallado en madera. Procede de una instalación realizada por Wilson en 1996, en Colonia, Alemania. 'Se trata de una leyenda de los indígenas estadounidenses', comienza a contar.

'Es la historia del Niño Jarra de Agua. Tras nacer, le preguntó a su madre: '¿Soy un niño o soy una niña?'. Su madre no respondió. Y el Niño Jarra de Agua le preguntó a su abuelo: '¿Soy un niño o soy una niña?'. El abuelo no respondió. Y el Niño Jarra de Agua estuvo jugando un día, y se golpeó de frente contra un árbol. Ahí descubrió que era un niño. Y el Niño Jarra de Agua le preguntó a su madre: '¿Quién es mi padre?'. La madre no respondió. Y el Niño Jarra de Agua le preguntó a su abuelo: '¿Quién es mi padre?'. El abuelo no respondió. Y el Niño Jarra de Agua salió de viaje, y fue un viaje muy largo, en el que encontró mucha gente. Cada vez que se encontraba con alguien, le preguntaba: '¿Quién es mi padre?'. Nunca hubo respuesta. Hasta que llegó a un pozo, vigilado por dos osos. Y le preguntó a los dos osos: '¿Quién es mi padre?'. Los dos osos no respondieron. Así que el Niño Jarra de Agua descendió hasta el fondo del pozo, donde estaba sentado un hombre muy mayor. Y le dijo al hombre muy mayor: '¿Quién es mi padre?'. El hombre muy mayor no le respondió. Por lo que el Niño Jarra de Agua preguntó por segunda vez: '¿Quién es mi padre?'. Y todavía no hubo respuesta. Y el Niño Jarra de Agua preguntó por tercera vez: '¿Quién es mi padre?'. Y fue ahí que el hombre muy mayor respondió: 'Yo soy tu padre'.

Fin de la historia. En cuatro días, Robert Wilson no volvió a hablar tanto de un solo tirón. Quizá no hacía falta. Toda su obra estaba allí, en ese repentino entusiasmo de contar, no importa que sea por enésima vez, una historia sorprendentemente sencilla, desde una perspectiva casi infantil y con la constante, pero siempre comedida reiteración como recurso estilístico. Wilson, que hoy tiene 60 años, nunca lee las obras que piensa llevar a escena, según cuentan sus ayudantes. Si acaso, se las deja contar.

Todo lo demás que se escucha de Wilson son frases, sentencias y anécdotas sueltas, registradas siempre en vídeo por una joven colaboradora alemana expresamente contratada para documentar para la posterioridad todo lo que se le ocurra decir al maestro. Sobre todo, se trata de las indicaciones que el director da a la treintena de jóvenes discípulos. En su mayoría son actores, pero entre ellos hay también fotógrafos y arquitectos, diseñadores y músicos, escenógrafos y escritores. Varios de ellos son hijos de millonarios, a quienes Wilson, evidentemente, acepta en su taller para devolver el favor del patrocinio económico de sus padres. Suena escandaloso, pero es legítimo en un país en el que nadie ha escuchado hablar de ayudas estatales para la cultura.

Lo que Wilson, en la carpa que

hace las veces de escenario, pide a este disímil grupo de talentos, con frecuencia, son cuestiones básicas del quehacer teatral: 'El cuerpo no miente. Si te escuchas a ti mismo, sabes lo que está pasando', por ejemplo. O, durante los ensayos preliminares de Carmen: 'Tened cuidado de no girar los ojos cuando mováis la cabeza'. Y: 'Tenéis que mantener la mente abierta y considerar el espacio detrás vuestro. Es por eso que muchos actores de Hollywood nunca podrían interpretar Hamlet: no son conscientes del espacio detrás de su cabeza'.

Pero hay también claves de su propio trabajo, forjado ante su personal panteón artístico, con la bailarina y coreógrafa Martha Graham en el más alto de los pedestales. 'Tened cuidado en ser demasiado expresivos, no podéis ser demasiado expresivos', la cita Wilson. 'Todos tenéis que respirar juntos. No sois individuos sobre el escenario, sois una única entidad', explica también, durante los ensayos para Manzanar. Es una obra musical sobre los campos de internamiento en el que los estadounidenses hacinaron a sus ciudadanos japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, a estrenarse en Los Ángeles con el director de orquesta Kent Nagano, en 2004. Un tema trágico, pero Wilson no quiere renunciar al humor. Niño grande, Wilson nunca ha renunciado a la levedad. 'Vosotros y los espectadores tenéis que escuchar cada uno de los gestos, cada uno de los movimientos. Recordad a Charlie Chaplin o a Buster Keaton', alienta.

'El proceso creativo es un misterio. No sabemos nada de él. No sabemos cómo reproducirlo en masa, no sabemos cómo enseñarlo. Es un misterio', dirá luego, en la entrevista final que casi acaba en un desastre periodístico. Wilson, era de esperarse, no tiene ganas de responder; y cuatro días de estancia, como por arte de magia, han succionado de la mente de este cronista gran parte de los signos de interrogación. Lo cual es una especie de traición a Watermill: 'Éste es un lugar en el que lo importante son las preguntas. No creo que las respuestas sean necesarias. Siempre se debe tener presente que hay que cuestionar todo lo que estamos haciendo', alcanza a sentenciar Wilson.

Poco después, saldrá corriendo. No tiene tiempo. Aparte de Carmen, Manzanar y otros montajes, este año ha preparado en Watermill nueve proyectos más, entre ellos la renovación del hotel Savoy, en Londres, y el diseño de varias exposiciones. Décadas atrás, Wilson estudió administración de empresas, arquitectura y diseño. Trabajó también como profesor de niños con discapacidades psíquicas. En 1993, obtuvo un Oso de Oro en la Bienal de Venecia por la escultura Memory's Loss. Sus intereses se extienden bastante más allá del teatro, y, hoy, más que nunca, es él solo toda una fábrica artística. Junto a sus asistentes, lo que está intentando consolidar es algo así como la primera marca global de diseño escenográfico. Interrogado durante la entrevista sobre el denominador común de sus actividades, sin embargo, responde: 'La creatividad puede ser cualquier cosa, desde hacer pan, poner la mesa, ordenar las flores en un florero, organizar las sillas en torno a una mesa, la manera como vives, como caminas, como escuchas'. No ha contestado a la pregunta. Pero no es una mala respuesta.

Un director que baila 'La Habanera'

'MIS PRIMERAS obras, en los años sesenta y setenta, fueron silenciosas. Desde entonces, siempre comienzo un nuevo trabajo con la creación de los movimientos. Lo que busco es crear un espacio en el que se pueda escuchar música. Mi trasfondo, además, es arquitectónico. En este estadio, por tanto, bosquejo también un guión visual. Soy asimismo un bailarín y aprendo con la práctica. Como dijo Martha Graham: 'Dibujo el gráfico de mi corazón'. Es sábado, el centro está a punto de cerrar sus puertas por este verano, y Wilson presenta delante de los participantes y amigos de Watermill el resultado de uno de los talleres de las últimas cinco semanas: los primeros movimientos de Carmen, la ópera de Bizet que Wilson llevará a escena en Sevilla, en 2004. 'Cuando me lo propusieron, mi primera reacción fue decir que no. Pero después pensé que podría ser interesante montar Carmen donde fue ideada', introduce. La música viene de una cinta. La coreografía es armónica y compleja, aunque no demasiado original. La víspera, durante un ensayo, el mismo Wilson interpretó a Carmen, inventándose de la nada, con sólo escuchar el compás de la música, aunque sin seguirlo al pie de la letra, la coreografía de La Habanera. Ahora es una joven actriz que imita sus movimientos estilizados, interrumpidos de piruetas abruptas y ademanes extraños, como el de llevarse un dedo a la boca en medio de una aria. 'Wilson te da los parámetros externos, a los que te tienes que atener sin chistar. Ya la manera cómo los llenas, es asunto tuyo. Si logras hacerlo, es la felicidad', explica una actriz estadounidense, participante en los talleres. 'Es como una meditación en movimiento. Hacia afuera, Wilson no permite ninguna expresividad. Todo tiene que ir hacia adentro', confirma un bailarín colombiano. El mismo Wilson advierte que esta Carmen aún cambiará mucho de aquí hasta su estreno. Lo que suele hacer en Watermill es limitarse a bosquejar las ideas escénicas. El trabajo de pulirlas corresponde a sus asistentes. Registradas debidamente en vídeo, estas escenas luego son llevadas a los teatros de Hamburgo, París o Sevilla, donde en tres, cuatro semanas de ensayos se saca adelante la obra, con Wilson, de nuevo, presente. Quiere decir: de los actores en Watermill casi nadie participará en el montaje final. 'Para él, son como marionetas', observa una visitante. Wilson necesita a los jóvenes para ensayar ideas, para inspirarse, para montar con ellos la anual noche de gala benéfica en la que en esta ocasión pudo recaudar 600.000 dólares (insuficientes, por otra parte, para completar aquellos cuatro millones que se requieren a corto plazo para finalizar la remodelación del edificio, tal y como se lo han exigido las autoridades locales). Watermill, que ya lleva diez años en obras y se financia exclusivamente con este tipo de aportaciones manuales y financieras, es su legado. 'Es mi último reto. Construir este centro para el intercambio de ideas y dejárselo a las futuras generaciones', dice. A cambio de hacer de comparsas, talar árboles y cargar piedras de un lado para otro, los jóvenes tienen derecho a pasárselo bien durante un verano en los Hamptons, hacer contactos personales que puedan servir en un futuro, y alimentar la esperanza de ser descubiertos por el maestro. Al parecer, es un trato justo: muchos vuelven, año tras año.

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