El cambio se llama Cambiasso
Resiste la comparación con Redondo y Guardiola
Vuelve el Madrid de Vicente del Bosque, esa voluble cuadrilla de tahúres cuya especialidad más reconocida es arruinar los pronósticos. Dueño de una habilidad exquisita y de un espíritu volátil, ha mostrado hasta ahora un asombroso catálogo de contradicciones: después de componer jugadas memorables, sufrió un ataque de amnesia en la final de Copa, se desmayó en la carrera de fondo de la Liga, y resucitó in extremis con aquel gol coreográfico de Zidane. En los mejores días fue una exuberante orquesta de jazz en la que cada cual ejecutaba su solo; en los peores, una murga de incompetentes empeñados en demostrar la transparencia de los cuerpos opacos. De cuerpos tan opacos como Ayala y Naybet.
Inmediatamente, los comentaristas buscaron explicaciones a tan inquietante fenómeno de transmutación en todos los dominios de la ciencia, incluida la psiquiatría. ¿Cómo podían explicar aquella metamorfosis de príncipe en rana? ¿Era comprensible que once tipos perfectamente cuerdos formasen un equipo perfectamente esquizofrénico? Poco después divulgaban sus primeras teorías. Al parecer, el Madrid necesitaba imperiosamente eso que los entrenadores de moda llaman un defensa central serio. O sea, un canalla con botas. Luego recapacitaron: lo que realmente convenía era un rematador, uno de esos sigilosos goleadores capaces de moverse como fantasmas por los arrabales del área y de reaparecer en el momento oportuno con la ganzúa entre los dientes. En realidad omitieron el diagnóstico más elemental: si el Madrid era incapaz de estabilizar un estilo de juego más allá de quince minutos, lo que necesitaba desesperadamente era una partitura y, por supuesto, un director. Es decir, un auténtico medio centro.
En algún momento hablaron de Vieira, pero finalmente se abrió una puerta lateral del Bernabéu, la puerta de servicio, y por ella entró Esteban Cambiasso.
Procedía de Argentina. Aunque allí había ganado para el River Plate el prestigioso Torneo de Clausura, nadie daba un peso por su futuro. En el Real Madrid, su empresa titular, había contraído, qué macana, la peor de las dolencias posibles: sufría un ataque de indiferencia. Se dice que estuvieron a punto de venderlo al Alavés, pero en el último instante alguien abrió un ojo, vio un futbolista y decidió retenerlo incondicionalmente. Gracias a Dios.
Porque Esteban es al fútbol lo que el compás es a la música. Heredero de Redondo y Guardiola, sabe que las grandes contiendas se ganan en el tablero. Como ellos, no se limita a estar pendiente de la maniobra: está pendiente del partido. Por eso cuida tanto todos los pormenores que predisponen favorablemente la secuencia de acontecimientos. A veces conviene tocar de primera para ventilar el despliegue; a veces asistir a Zidane o a Raúl, y a veces acompañar a Makelele, hacer una cobertura o dar un grito. Cuando la pelota y el juego pasan por su cabeza, el ritmo se aviva, se oxigena, toma un intenso color azulado de llama de soplete y provoca un inmediato efecto de cohesión. En resumen, de soldadura.
Hablamos, pues, de una figura capaz de resistir el brillo de Zidane, Raúl, Figo o Roberto Carlos. Y, sobre todo, de un hombre que resiste la comparacion con Redondo o Guardiola.
Tiene la calidad contenida de los grandes jugadores de equipo y la prestancia discreta de los dos grandes ausentes.
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