Vicios onerosos
Hace varios lustros que comencé a despojarme de hábitos muy arraigados, como quien va pelando una alcachofa. Más acertado es coincidir con quien asegura que son las cosas las que nos dejan, por la dimisión de las energías para sobrellevarlas. Ocurre con la práctica -por somera que haya sido- de algún deporte. Si fue la raqueta, cierto día nos protesta el músculo de la pantorrilla, el tirón de un abductor, la cintura enmohecida, el codo dañado, la tos perruna que indica el deplorable estado de los pulmones. Agua pasada, verdura irrepetible de las eras.
El lejano inicio de la decadencia física lo viví con el cigarrillo pegado al belfo y la consolidación de un enfisema de la mejor calidad, que me acompaña. Entre el firme propósito de prescindir del tabaco, la convicción de su nocividad y el espasmo antisocial de los bronquios, pasó un cuarto de siglo. No me dejo llevar por el proselitismo, allá cada cual con su disnea. Estoy terne, aunque suelo informar que supone gran trabajo subirme a una alfombra. Resulto ahora más caro a la Seguridad Social, tenida en cuenta la inflación, ponderada o no, y el IPC, que la aportación pretérita al erario público, cuando consumía dos o tres cajetillas diarias.
Parecido argumento puede atribuirse al persistente consumo de bebidas destiladas. La necia presunción de disponer de un hígado privilegiado se viene abajo tras un violento cólico de páncreas, víscera injusta y peligrosamente desdeñada acerca de la que poseemos vagos e insuficientes conocimientos: 'Avisa una vez, o no avisa', informó el internista. Tras un largo periodo de abstinencia, me propino una, rara vez dos copas de vino -tinto o blanco-, según la estación del año y en muy pocas ocasiones transgredo la cuota. Dicen que la naturaleza es muy sabia, pero no se debe perder de vista que también es muy lenta, y sus voces de alerta llegan cuando ya no hay remedio.
Deambulando bajo los plátanos y las acacias de la Castellana, encontré a un viejo conocido y ambos fingimos la pertinente alegría, palmeándonos con ferocidad en los omóplatos. Advertí que estaba fumando, algo que, al aire libre sólo hacen ya las mujeres y los conserjes que han concluido su trabajo. Le recordaba como un liberado de la nicotina.
-Cinco años sin probarlo -articuló, tras una tanda de toses cavernosas.
-¡Hombre, si lo conseguiste!... Lo malo es al principio.
-Cuestión económica. Carezco de solidez financiera para dejar de fumar. Engordé 14 kilos y desarrollé un humor de mil diablos.
-En poco más de un año se recupera la silueta y el talante.
-Serás tú -dijo con el acento desdeñoso y can-sino-. No me servía la ropa, ni las chaquetas, pantalones, camisas... Ni la boina. Entiéndeme -terminó, lanzando un escupitajo sobre el alcornoque más cercano-, la elección estaba entre el posible cáncer y la desnudez absoluta.
Nos despedimos sin castigarle los flancos, por consideración. Creo que es un sofista redomado que quería engañarse a sí mismo. Todavía no hay clubes de fumadores anónimos y en Madrid la segregación apenas ha hecho otra cosa que empezar. Las son, como cabía esperar, abiertamente ignoradas. Hace poco he visto en el pasillo de un hospital a una joven estudiante o becaria, con bata blanca, rodeada de colegas más viejos, encender un cigarrillo, camino del quirófano. No me consideré capacitado para recriminárselo. Dicen que habrá zonas específicas en restaurantes, bares, cafeterías y cualquier lugar de reunión humana, pero no lo veré, aunque llegará el día en que, por ejemplo, dentro de la judicatura se distinguirán los magistrados fumadores de los no fumadores, resolviendo esa empanada de la obediencia al origen de las designaciones. En los vagones del metro cumplen -según compruebo cada jornada-, pero en los andenes, no. Las dependencias del aeropuerto de Barajas -y otros- muestran unos vergonzantes y disimulados letreros con la proscripción, pero nadie hace una campaña informativa megafónica adecuada ni educa el hábito de quienes lo ejercitan sin conciencia de atentar contra los bronquios ajenos. Hay que aceptarlo y lo digo con el vergonzante historial de quien fumó como un carretero. Una eutanasia cara que cuando se quiere resolver suele ser demasiado tarde. En la mayoría de los casos no gana nadie, salvo los señores Chesterfield, Celtas y Ducados.
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