_
_
_
_
_
RELATOS DE VERANO

Los tiempos de Marcelino

En aquellos días -in diebus illis, diría Marcelino de Jesús Caldas cierta tarde, en la mitad de su turno de trabajo-, el Ministerio de Hacienda perdió la esperanza de conseguir que aumentara los ingresos de la nación. Ya no era posible aumentar más los impuestos. Estaban aumentados hasta lo que los líderes de la oposición calificaban como 'límite' y los más sofisticados como 'límite insoportable'.

El café caía, la deuda externa subía. Fue entonces cuando al ministro Horácio de Azevedo Gomes, notable economista licenciado en Harvard, profesor visitante de la Sorbona y de Nanterre, se le encendió una bombilla en su impenetrable cabeza repleta de cifras: explotar el turismo. El ejemplo de Italia, de España, incluso del pobre y cercano Uruguay, mostraba el mapa del tesoro: gran parte de la renta de esos países venía de la explotación del turismo.

El país vivía con un eterno déficit público, una concentración de renta indecente, pocos millonarios y millones de miserables
El café caía, la deuda externa subía. Fue entonces cuando al ministro Horácio de Azevedo Gomes se le encendió una bombilla: explotar el turismo
El primero de estos hoteles-ciudad sería en la cascada de Paulo Afonso. La oposición bramó. Eso sí que no, ¡era demasiado!
Como todas las ideas salvadoras, el proyecto era sencillo: explotar el turismo. Al Gobierno le competería construir ciudades enteras destinadas al lujo
Elegido por unanimidad presidente de la CIT, Moreira de Castro se convirtió en el oráculo del turimo, estableciendo doctrina desde lo alto de su autoridad
Marcelino se indignó. Hizo una fotocopia de las dos facturas y las mandó a un periódico de la oposición. Se publicaron en la primera página

Bien es verdad que la idea no fue suya, sino de Moreira do Castro, diputado de la mayoría y yerno del ministro. Tras un complicado noviazgo, complicadísimo compromiso y rápido matrimonio (pues la joven estaría embarazada de tres meses), Moreira de Castro se casó con la hija única del poderoso Horácio Azevedo Gomes, quien, además de su brillante carrera académica, era el magnate de los cítricos (naranjas y limones principalmente). Había sido uno de los principales patrocinadores de la campaña electoral del presidente de la República, cediéndole su pequeño jet personal para los desplazamientos en el vasto territorio nacional, así como una nutrida colaboración en especie, formalizada en billetes verdes de la Federal Reserve, USA.

Para compensar tan desinteresada contribución a su 'programa de reformas para el mejor aprovechamiento del Brasil agrario', el presidente le concedió la gestión de la hacienda pública.

Pero ya habían pasado muchos soles desde que el gran Horácio de Azevedo Gomes gestionaba dichas haciendas y no conseguía extraer la clave salvadora que equilibrase el presupuesto e inspirase confianza al mercado internacional. El país vivía con un eterno déficit público, una concentración de renta indecente, pocos millonarios y millones de miserables, un índice de corrupción que era considerado el mayor del continente. La situación llegó a un punto tal que la oposición proclamó a grandes voces que Brasil estaba perdido, el hundimiento a las puertas, el caos inminente.

Los tiempos apocalípticos de Marcelino, que era teósofo y creía que el mundo iba a acabar dentro de poco, y el caos de la oposición se parecían: en política y en religión, los que están abajo vislumbran calamidades infundadamente.

Sin embargo, si los tiempos del Apocalipsis tardaban en llegar, el caos nacional ya había llegado. Aquel año, la cosecha del café sufrió fuertes golpes, heló en el norte de Paraná, en el sur de São Paulo, al oeste de Paraná y en el este de Santa Catarina.

En el noreste, la sequía diezmó el algodón y arruinó la cosecha de la caña de azúcar. Todo estaba perdido. Y la oposición, por medio de su principal líder, bramó en el Parlamento hemiciclo, al final de una sesión extraordinaria que terminó a mamporros:

-El caos no va a venir: ¡ya estamos en él!

Fue entonces cuando a Antônio Moreira de Castro se le ocurrió la idea.

Oscuro licenciado en derecho y ex portero de un club de fútbol de tercera división, nada más titularse recibió en el altar la obligación de custodiar, guardar, proteger, proveer y amparar, en la desgracia y en la fortuna, a la hija única de Horácio de Azevedo Gomes. Desde entonces, su única preocupación fue amparar, guardar, proteger, proveer y custodiar a la hija del colosal ministro, la cual, por cierto, en cuanto se le ofreció la oportunidad, e incluso sin ella, le puso los cuernos de forma vil. Se corrió la voz de que era Moreira el que era protegido, guardado, amparado y provisto.

Fue elegido diputado por el Estado de Maranhão, lugar que nunca había sido pisado por el pie de Moreira de Castro o de Azevedo Gomes. Pero la campaña del gobernador local estaba en apuros, y éste necesitaba fondos para su programa de 'recuperación del cultivo y la industria del anacardo'. Aceptó también la oferta del magnate, en billetes verdes de la misma institución bancaria, oferta que le fue hecha sin compromisos, dado que Horácio Gomes Azevedo reveló sus intenciones de no querer compensación alguna, y ni siquiera aceptó un tarro de dulce de anacardo que la hermana del gobernador tuvo la gentileza de enviarle. Era un carácter incorruptible, imposible de ser sobornado.

Sin embargo, cuando fue consultado con respecto a la lista electoral del partido de la mayoría para la cámara de diputados federal, sin querer interferir en la voluntad soberana de la convención del partido y sólo como colaboración al progreso y al bienestar del pueblo de Maranhão, sugirió el nombre del yerno, toda una vocación, una reserva moral de la nación.

Al ser elegido, Moreira de Castro manifestó su promesa de mejores días y mejores partidas presupuestarias para el Estado que 'le diera a Brasil el poeta Gonçalves Dias y a quien Brasil debía mejores días'.

Consiguió mejores días para sí. Tanto, que intentó empezar una sociedad con un famoso constructor.

La ALMAN -Compañía de Inmuebles y Construcciones- ya era próspera antes de recibir la abnegación del diputado. El hasta entonces único propietario de la empresa decidió aceptar al nuevo socio para ampliarla de forma justa y legal. El diputado no necesitaba entrar con capital. Bastaba con sus ideas.

Como todas las ideas salvadoras, el proyecto era sencillo: explotar racionalmente el turismo. Al gobierno le competería construir grandes alojamientos turísticos y ciudades enteras destinadas al lujo y al usufructo de las bellezas naturales del país. Apoyado en una eficiente propaganda nacional e internacional, el plan atraería a visitantes que llenarían las arcas de la nación a cambio de papagayos parlanchines y mariposas multicolores.

El proyecto maravilló al Senado y a la Cámara. La Comisión de Justicia consideró la idea una 'nueva palanca de Arquímedes' para levantar las finanzas. La Comisión de Finanzas recordó que desde los tiempos de Solón y Licurgo no había surgido nada mejor para salvar a una nación del caos político y financiero.

Llegó la licitación, sólo podrían participar las empresas nacionales -el plan también tenía propósitos nacionalistas-. La empresa vencedora fue la ALMAN, compañía famosa en el mercado, obra del célebre Albino Mansores, que construía y vendía inmuebles desde 1913. Tanto construyó, tanto vendió y robó, que acabó sus días como conde Papalino, merced que le fue concedida por los altos servicios prestados a la civilización cristiana, por el papa Pío XI, de venerada memoria.

La empresa era ahora administrada por su nieto, Alberto Mansores, que no sólo mantenía las iniciales -ALMAN-, sino también el buen concepto de la firma, la tradicional línea de austeridad y grandeza.

Una vez ganado el concurso público, le llegó al gobierno el turno de promover abundante publicidad sobre los objetivos, la urgencia y la necesidad de esta iniciativa. Se creó la CIT -Comisión de Incremento del Turismo-, que llenó las ciudades de norte a sur de carteles explicativos. Elegido por unanimidad presidente de la CIT, Moreira de Castro pasó a dar entrevistas sobre el asunto, se convirtió en el oráculo del turismo, estableciendo doctrina desde lo alto de su autoridad.

Más tarde, sin haber agotado su sapiencia sobre la materia, recibió del gobierno el encargo de ir al extranjero a estudiar los avances en el turismo. Aceptó ese sacrificado puesto y partió a la Riviera francesa, a Barcelona, Capri y Orlando, en Florida. Fue a investigar qué podía ser adaptado a nuestra 'realidad socio-económica', como rezaba el acta del presidente de la República que le invistió con esa función.

Su informe, año y medio más tarde, fue sorprendentemente sobrio, de la sobriedad de los que entienden de un asunto. Se limitó a una carta al suegro, remitida desde París y publicada en el Diario Oficial de la Unión con el título de Informe del doctor Antônio Moreira de Castro sobre la misión establecida por el Decreto nº 53.697, línea C y siguientes.

El informe decía que el turismo era una fuente generadora de divisas principalmente en Roma, París, la Costa Azul, Palma de Mallorca. En Portugal y Grecia, moderado. En Libia y Uganda, completamente nulo, tan nulo que a pesar de estar movido por el alto interés de estudiar el asunto, había resuelto no ir allí. Prefirió 'economizar divisas', prolongando su estancia en París.

Cuando regresó a la patria, colmado de nuevos conocimientos, se comenzó la gran construcción. Nunca una obra gubernamental había comenzado con tan positivos auspicios. El primero de estos hoteles-ciudad sería en la cascada de Paulo Afonso.

La oposición bramó. Eso sí que no, ¡era demasiado!

¡Precisamente en Paulo Afonso! Ver una cascada no era motivo para invertir tanto capital. Pero Moreira de Castro se armó de resignación franciscana y enfrentó con ánimo viril la primera contrariedad. Pulverizó a los opositores con un soberbio croquis del plan. Cuando desenrolló el grandioso panel en la tribuna de la Cámara, hubo un '¡ah!' de admiración. Ahí estaban previstos y resueltos todos los grandes y pequeños problemas que la oposición exageraba. Escuelas, piscinas, iglesias, guarderías, cines, discotecas, casinos, museos, aeropuertos -no era una simple casona con el letrero 'Hotel', y sí una ciudad entera destinada al placer y a la circulación de dinero fácil-. Árboles dispuestos simétricamente a lo largo de largas avenidas, coches lujosos circulando por cómodas carreteras, mujeres con pantalón corto y hombres con bermudas, con las cámaras de vídeo colgadas del hombro, paseando por la orilla de lagos artificiales. Sólo faltaba una cosa: la cascada. Pero había un cuadrado con la leyenda: 'De aquí saldrá la poderosa autovía de gran velocidad que llegará al famoso salto de Paulo Afonso'.

La oposición se calló. No sólo porque el croquis era convincente, sino también porque la CIT invitó a los más destacados adversarios de la idea a inspeccionar por cuenta del gobierno lo que se hacía en materia de turismo en Miami, Punta del Este y Melbourne. Volvieron todos convertidos a la idea de salvar a la nación según los planes de Moreira de Castro, el cual fue llamado, en una nota en el periódico más influyente, 'nuevo Vespucio, nuevo Colón que abría caminos insospechados a un nuevo mundo'.

Las obras empezaron.

Pero el croquis no preveía una cosa. Aunque, qué diablos, ni el poderoso Horácio de Azevedo Gomes, ni el genial Antônio Moreira de Castro, ni el líder de la mayoría, ni el de la minoría, nadie podría prever que en medio de todo esto iba a haber un Marcelino de Jesus Caldas, bahiano de nacimiento y teósofo por convicción.

Marcelino era auxiliar administrativo en la Contaduría General de Gastos Extraordinarios. Como creía que el fin del mundo estaba próximo, dio un salto en su silla cuando, cotejando facturas del Ministerio de Hacienda, comprobó que había dos con el mismo origen, el mismo número, pero diferente finalidad.

La factura nº 317/49 MH detallaba el envío de 50.000 tablas de pino nacional a la Superintendencia del Proyecto Paulo Afonso. Pero había otra factura también nº 317/49 MH que tenía tan sólo una nota escrita a mano:

'Moreira: basta con mandar unas 50 tablas. Vale para hacer un barracón con el cartel 'Obras del gobierno' -todo por el progreso de Brasil. El dinero que sobre, nos lo repartimos'.

Marcelino se indignó. Hizo una fotocopia de las dos facturas y las mandó a un periódico de la oposición. Se publicaron en la primera página, precedidas de un comentario titulado Un pigmeo aplasta a los gigantes.

Marcelino apareció muerto, en una de las alamedas del Aterro do Flamengo, en Río de Janeiro, traspasado por balas de un arma del calibre 38, exclusiva de las Fuerzas Armadas. Realmente, su tiempo había llegado.

Carlos Heitor Cony

Nació en Río de Janeiro en 1926, y estudió humanidades y la carrera de filosofía en el seminario de São José. Se estrenó en la literatura ganando dos veces consecutivas el Premio Manuel Antonio de Almeida (en 1957 y 1958) con las novelas 'A verdade de cada dia' y 'Tijolo de segurança'. En 1998, en el Salón del Libro de París, el Gobierno francés le condecoró con la Orden de las Artes y de las Letras. Fue elegido miembro de la Academia Brasileña de las Letras en 2000.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_