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Columna
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Algo que no es racismo

El suceso de los cuatro jóvenes magrebíes que han hallado su tumba en un camión, abierto al fin en Villabona, es sólo la enésima tragedia con que la actualidad ilustra una dicotomía de alcance universal. Nuestro mundo es rico y el resto de la tierra una vasta extensión repleta de desheredados que pugnan por alcanzar los márgenes de nuestra prosperidad.

Vivimos en el 25% del planeta donde, según parece, merece la pena vivir, y así lo constatan no sólo los pobres que intentan arribar a nuestras costas, sino también los ricos que se animan a lo mismo. El rey Fahd y su amplio séquito han copado las mansiones de Marbella y la ciudad respira la inquieta agitación de comerciantes y hoteleros que quieren hacer su agosto a cuenta de los sauditas. Es curioso, todos los árabes optan por visitarnos, pero sólo algunos pueden hacerlo sin problemas: precisamente aquellos con dinero.

Recuerdo una visita a Viena hace ya algunos años. Los hoteles de cinco estrellas de la ciudad (que uno sólo cataba, como clase media europea, visitando humildemente sus cafeterías) estaban llenos de individuos procedentes de países islámicos, morenos, broncíneos, que montaban y desmontaban de lujosas limusinas, ostentaban relojes de precio exorbitante y lucían gruesas cadenas de oro sobre el pecho.Uno se explica que esos lujosos residentes de hoteles vieneses o marbellíes no cuenten con problema alguno en nuestras democráticas fronteras, y que sean sus hermanos depauperados los que cargan con el mochuelo de viajar en pateras, saltar vallas electrificadas o dormir bajo los puentes. Pero dudo mucho que estas diferencias tengan un carácter estrictamente racista.

Se habla del racismo como de una especie de anacrónico residuo de tiempos pasados (conductas vinculadas al fascismo, al patriotismo cejijunto, al sentimiento más reaccionario) sin caer en la cuenta de que, en el fondo, nuestra sociedad no es en ningún modo racista. Cuando la sociedad discrimina al extranjero en virtud de sus medios económicos no ejercita una conducta racista. No se trata de los últimos resuellos de una ideología anacrónica. Muy al contrario, se trata de una posición reprobable, pero rigurosamente actual.

El racismo, en su concepción original, no existe entre nosotros salvo en reducidísimos círculos fascistas. Por eso el racismo económico (que rigurosamente no es racismo, sino otra cosa) no es una antigualla sino una vertiente más de la contemporaneidad. La posibilidad de discriminar o no a un moro (hablemos al fin como los clásicos) según su patrimonio irritaría a un auténtico racista, y cuando nuestros Estados obran de ese modo no se aplican, en consecuencia, a doctrinas tenebrosas, entresacadas de lo peor de nuestro pasado, sino que esgrimen, con abrumadora coherencia lógica, uno más de los principios de un neoliberalismo que hoy se pretende moderno y actual.

El liberalismo sin correcciones sociales, la dictadura del libre mercado, desencadenan esos paradójicos efectos: un moro no es molesto en cuanto moro; un moro es molesto en cuanto pobre. No se trata de juzgar ahora si esa visión resulta peor o mejor que el auténtico racismo, pero sí da la medida de la hipocresía con que se mueve la sociedad occidental cuando la única ideología que la sustenta es el mercado. Y tampoco deja de ser una aplicación de nuestro neoliberal sistema la única salida alternativa que les queda a los habitantes del Tercer Mundo para residir entre nosotros. Si no son ricos, queda una vaga posibilidad para admitirlos: que corran los cien metros en menos de diez segundos o que salten con pértiga al menos cinco metros con ochenta centímetros. En esas circunstancias, conseguir un pasaporte español, danés o británico no parece especialmente difícil. Nuevamente, el racismo ortodoxo rechazaría esta práctica. Para el liberalismo imperante, sin embargo, es sólo otro modo de hacer dinero.

Uno, desde luego, no siente ninguna nostalgia del racismo tradicional, pero convendría utilizar el término racista con prudencia y limitarlo a sus términos exactos: muchos de los más eficaces discriminadores de nuestra sociedad no representan, ideológicamente, el pasado más lejano, sino el liberalismo más contemporáneo, moderno y actual.

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