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Columna
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Pipa

EN UN CUADRO, que sus comentaristas han hecho célebre, el surrealista belga René Magritte pintó una pipa, acompañada por la leyenda, escrita en su base, de 'esto no es una pipa'. De esta manera, con malévola ironía, este artista lograba la carambola de desacreditar la confianza ingenua que hacía creer que una cosa y su imagen fueran lo mismo, y, a la vez, de recalcar la naturaleza artificiosa de la pintura y la escritura, meros signos. Aunque la intención primera de Magritte fuera probablemente poner de manifiesto la frágil base de lo que los hombres llamamos realidad, por todas partes asediada por inescrutables agujeros negros que el orden racional a penas logra taponar, su broma visual de que el signo no es la cosa que menta ha dado mucho juego conceptual desde múltiples perspectivas, y, entre ellas, desde la de quienes usaron esta divertida argucia para golpear de lleno en la obstinada mente tradicional que se resistía a aceptar un arte que no fuera 'representativo', o, según el vulgo, 'realista'.

Nada hay, sin embargo, sea el pensamiento más profundo o la ingeniosidad más sutil, que resista la acción corrosiva del tópico. En este sentido, el saludable varapalo dado didácticamente a quienes, todavía en el primer tercio del siglo XX, creían que unas uvas bien pintadas, como las de Zeuxis, indefectiblemente serían picoteadas por los pájaros, se ha convertido en el absurdo de que pintar uvas descalifica a un artista o le condena a llevar el sambenito de retrógrado, el peor insulto en la era de la modernidad rampante, donde siempre se ha de progresar, aunque no se sepa a dónde ni por qué.

La quintaesencia tópica de esta doctrina artística modernísima es distinguir entre un arte 'representativo' -el ingenuamente realista del pasado- y el arte actual a la sucesiva última moda, que, aprovechándose de la experiencia científica que nos demuestra que a los pájaros les repele el sabor a pintura, se concentran en 'presentar' signos tan autorreferenciales que no puedan engañar ni a los mamíferos. A pesar de las leyendas tradicionales sobre figuras pintadas que se salían del cuadro, de estatuas que cobraban vida o de esas trampas visuales con las que un hábil artífice embromaba a un distraído, que, aun no siendo animal, pretendía coger una fruta pintada, yo no creo que los artistas y los espectadores tradicionales se tomaran tan en serio los prodigios de la imitación, pero, en todo caso, me parece imposible que haya un arte que no sea representativo; o sea: que no sea una interpretación de lo real, se presente como se presente. Lo contrario, la posibilidad de un arte sin anfibología, totalmente despegado de la servidumbre de reelaborar lo real, de re-presentarlo, es como si alguien ya no pudiera fumar en pipa porque ha visto una pintada sin la advertencia de que es un simple icono.

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