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El caso del gato Simbotas / 20 | INTRIGA EN LA MONCLOA

La pista de los diamantes

83 Me despedi de Acebes, dejándole con su labor de punto en la mecedora del porche. Di unos pasos. Me detuve. Permanecí un instante quieto. Me rasqué la sien. Giré sobre mis talones, como con descuido, y regresé hacia él con paso firme.

-Una última pregunta, señor Acebes -ni el teniente Colombo lo hubiera hecho mejor-. ¿Alguna vez el Presidente desatendió los consejos del gato Simbotas?

-¿Edstá usted loco? -dijo Acebes sin alterarse-. ¿Cómo iba a acondsejar un gato al Presidente? ¿De qué me está usted hablando? ¿También se lo ha dicho Celia Villalobos? Ay, ay, ay, qué ingenuote es udsted.

-Ya, claro. Mi mujer siempre me lo dice. ¿Qué está haciendo, por cierto? -señalé su labor de punto, para cambiar de conversación.

-¿Le gusta? -enterneció la sonrisa-. Es un babedito para el futuro primer nieto del Presidente del Gobierno. Al final voy a ser yo el único que piendsa en el factor humano de José María. ¡Jo! Ya le he llamado por el nombre de pila en vano.

84-Vaya forma de hacer el ridículo -dijo Laura, tendiéndose sobre la toalla a la sombra de un manzano, junto a Marta, que dormitaba ajena a todo, como siempre.

El chupete le colgaba en el pecho como una condecoración. Laura se lo acercó a los labios, Marta lo capturó con un rugido de leona y siguió durmiendo, sin chupetear. Sonreí saboreando el granizado de naranja natural. Comenzaba a comprender que alrededor del Presidente hubiera tantos aduladores. Qué bien se puede llegar a vivir sin dar un palo al agua. Finalmente, no estaban resultando malas vacaciones: en la residencia veraniega del Presidente del Gobierno, dejando pasar las horas entre el jardín y la piscina hasta la hora de la cena, sin preocuparse de nada, como una familia española más, como los Aznar.

-Pilar del Castillo aseguró que el Presidente atendía los consejos del gato Simbotas, Laura.

-Bueno, ¿y qué? -abrió el Interviú por la página que mostraba las fotos robadas por Gaspar Llamazares: el Presidente, saltando sobre su piscina de helado de café. Se la colocó sobre la cara para protegerse del sol-. Ya está castigada por eso.

-También Javier Arenas me lo dijo. Más indirectamente. Entonces no me di cuenta. Fue en nuestra primera conversación.

-¿Quién le ha dicho que el Presidente habla con su gato? -había dicho Arenas, con las pupilas bailándole merengue-. ¿Los federiquitos se han ido de la lengua?

-¿Y qué quieres? -dormitaba Laura, Marta protestó: se le había resbalado el chupete, lo buscaba con manitas sonámbulas-, ¿que el Presidente castigue también a Arenas?

-Creo que hay una conjura para incapacitar al Presidente y jugarse la sucesión a los chinos -me senté-. Sospecho que todo comenzó con el fracaso de Aznar en el debate de la nación. Ahí empezaron a desconfiar de él.

-No fastidies, Paco -se dio la vuelta-. ¿Y Acebes no está en la conjura?

-Tal vez sí, pero les traiciona, para que yo lo descubra, lo delate al Presidente y le confirme que él es el único leal.

-Coge un poco a la niña, Paco, que quiero dormir.

Marta se había despertado y tenía sus ojazos fijos en la yema de su dedo índice. Lo movía, agitándolo como si conversara con él.

-¿Qué haces, Marta?

Me enseñó su dedo. Sonrió.

85 -Interesante, interesante -se rascó brevísimamente el bigote José María Aznar-. De manera que usted piensa que hay una conjura. Yo creo que es bueno, por principio, desconfiar de todo el mundo. Incluso de usted. ¿Quién me asegura que usted no me miente?

-No tengo ningún interés en hacerlo, Presidente.

-Eso piensa usted -inclinó la cabeza-. La ambición humana es desmedida. Fíjese en mí. Fíjese en este dedo. Mi dedo índice atesora más poder del que hubiera soñado jamás. Mi dedo índice nombra, designa, asciende... y cesa. A ministros, presidentes del Senado, alcaldes de Madrid, presidentes de comunidad autónoma, a toda clase de cargos en el Partido Popular. Tanto poder para un dedo no es bueno, ya habló Montesquieu de la necesaria división de poderes, y por eso últimamente estoy empezando a señalar con el anular y con el meñique, siempre de mi mano derecha, claro. ¡No voy a señalar con el dedo del centro, ja, ja, ja! Aun así, a veces creo que he alimentado excesivamente la vanidad de mi dedo índice, y debo vigilarlo de cerca para que no actúe por su cuenta. No quiero que el poder se le suba a la cabeza, como tal vez le sucedió a Simbotas.

-Pero entonces, Paco -Marta se había dormido tras una rabieta de hambre y sueño, Laura se preparaba para la cena, de nuevo jugueteando ante el espejo con los vestidos de Ana Botella-, ¿es verdad que el Presidente se ha vuelto tacatá?

-Tal vez no, tal vez sólo me está poniendo a prueba.

-Paco, la política no hay quien la siga. ¿Te gusta así?

-Te prefiero con un botón menos en el escote.

-Sí, hombre- rió, sin darse la vuelta, mirándome a través del espejo-. Como que voy a ir a la cena despechugada.

-Bueno -estiré el pie para rozarle el culo-, para la cena falta mucho todavía.

-Deja -coqueteó, riendo.

-¿Te has fijado en que Marta juega con su dedo? -mantuve el pie en su trasero, ella no se apartó.

-Normal, Paco, es una niña.

Llamaron a la puerta. Me tensé como si estuviéramos haciendo algo prohibido. ¿Quién es?, pregunté, enfundándome en los pantalones a toda prisa. Al otro lado de la puerta se escuchó un susurro.

-Soy Yamina, la cocinera.

Laura abrió la puerta. Yamina entró, apoyó su espalda contra la pared y habló:

-Tienen que ayudarme -dijo-. Nayira está metida en un peligro muy grande y, si descubren que soy su amiga, perderé este empleo, con quince pagas, comida y alojamiento gratis, y derecho a la ropa que le sobra a los señores y a los amigos de los señores.

Al fin, una dama en apuros.

Me pareció que a Laura le molestaba que Yamina también tuviera derecho al fondo de armario de Ana Botella.

86 'Nayira y yo huimos de Sierra Leona, donde fuimos esclavizadas alternativamente por el Gobierno y por la guerrilla. Tras muchas penalidades, conseguimos introducirnos ilegalmente en Ceuta, donde vivimos un mes en el alcantarillado, cuidadas por una señora muy amable que todos los días compraba cien barras de pan para alimentar a los trescientos africanos que esperábamos cruzar a la Península. La policía nos descubrió, en una operación muy brillante, salimos por la tele y todo, y fuimos expulsados a Marruecos, donde nos costó casi 24 horas conseguir una patera para volver a España. En la patera tuvimos mucha suerte Nayira y yo. Otros murieron por los vapores tóxicos de la mezcla del combustible de la patera y el agua del mar. En la playa de Cádiz nos esperaba un señor enfurruñado por nuestro retraso -ese día daban fútbol en la tele-, que nos introdujo en un camión frigorífico. Fuimos haciendo trayectos cortos, recogiendo a otros viajeros, hasta que el camión quedó abarrotado. Cuando ya no cabía nadie más, emprendimos un camino más largo, ya sólo interrumpido cada cuatro horas, las reglamentarias según el convenio de transportistas. Hubiéramos querido que conectara el frío del camión, porque era verano y, al estar tan juntos durante tantas horas, el olor de los orines se hacía insoportable, pero no quisimos molestar. Al fin y al cabo, tampoco va a llegar uno exigiendo. Finalmente, alcanzamos nuestro destino, nunca mejor dicho. A los hombres jóvenes les destinaban a labores agrícolas. Para las mujeres jóvenes reservaban la prostitución. A los hombres y mujeres mayores les abandonaban junto con los niños. Todos sabíamos que lo primero que era cometer un delito, no sólo para no ser expulsados, sino para obtener techo, control sanitario y tres comidas diarias, lo que ustedes llaman cárcel. Nayira y yo tuvimos mucha suerte, porque nos escogió el amigo del señor Salvador, que sólo quería que hiciéramos labores de servicio doméstico desnudas, para mirarnos, sin tocar. Pero Salvador se enamoró de Nayira, ustedes ya me entienden, y Nayira empezó a sacarle dinero. Con el paso del tiempo yo pude emplearme en esta casa, de unos amigos del señor Salvador. Le decía: Nayira, te vas a perder. Pero ella me replicaba que sólo estaba integrándose en la civilización occidental, cumpliendo su ley principal: alguien tiene dinero, alguien quiere quitárselo. El señor Salvador, que tenía negocios turbios, atendía todos los caprichos de Nayira, se endeudó, y no pudo pagar sus deudas. Le mataron. Ahora ha querido la rueda de la fortuna que el Presidente del Gobierno utilice esta casa para sus vacaciones. Aquí estoy a salvo, pero Nayira no. Ella sabe dónde está lo que buscan los asesinos del señor Salvador: diamantes que vienen de nuestro país camuflados entre madera de contrabando. Nayira quiere obtener dinero de los asesinos como lo obtenía del señor Salvador. No se da cuenta de lo peligroso que es. Y yo sé todo esto porque algunos diamantes están en esta casa, escondidos en compartimentos secretos de los muebles que vendía el señor Salvador. Aquí tienen uno, ¿qué les parece? Como le dijo el señor Salvador a Nayira: esta piedra vale más que toda tu tribu'.

Mañana, vigesimoprimer capítulo: Zapman y Caldy

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