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Crónica:CIENCIA FICCIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

De 'La máquina del tiempo' a la relatividad de Einstein (I)

'EVIDENTEMENTE -PROSIGUIÓ EL VIAJERO a través del Tiempo-, todo cuerpo real debe extenderse en cuatro direcciones: debe tener Longitud, Anchura, Espesor y... Duración. Pero debido a una flaqueza natural de la carne , tendemos a olvidar este hecho. Existen en realidad cuatro dimensiones, tres a las que llamamos los tres planos del Espacio, y una cuarta, el Tiempo. Hay, sin embargo, una tendencia a establecer una distinción imaginaria entre las tres primeras dimensiones y la última, porque sucede que nuestra conciencia se mueve por intermitencias en una dirección a lo largo de la última desde el comienzo hasta el fin de nuestras vidas'. Tan efectivo discurso corresponde al clásico de ciencia-ficción La máquina del tiempo (The time machine, publicada en 1895), nacido de la pluma del prolífico escritor inglés y uno de los padres del género, el simpar Herbert George Wells, autor de otras famosas novelas de ciencia-ficción como El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), que también son fantasías científicas.

La novela cuenta con dos adaptaciones cinematográficas, El tiempo en sus manos (1960), de George Pal, y la reciente La máquina del tiempo (2002), de Simon Wells, así como una continuación autorizada, Las naves del tiempo (The time ships, 1995), escrita por el también excritor británico Stephen Baxter en el centenario de la publicación de la obra de Wells y cuya trama retoma la acción allá donde el innominado viajero de Wells finaliza su periplo.

Aunque suele considerarse a la novela de Wells como la gran precursora sobre desplazamientos temporales, la primera mención explícita a un viajero del tiempo aparece en Memoirs of the 20th century (1728), del clérigo irlandés Samuel Madden. Así mismo, Hands off (1881), de Edward Everett Hale, o El reloj que marchaba hacia atrás (The clock that went backward, 1881), de Edward Page Mitchell, se anticipan a Wells. También un español, Enrique Gaspar, con su impagable El anacronópete (1887), usurpa el mérito literario erróneamente atribuido al británico. De hecho, en opinión del crítico Nil Santiáñez, la obra de Gaspar es la primera novela de la literatura occidental en que se narra la invención de una máquina del tiempo y la singular odisea que viven sus ocupantes. Ahí es nada.

El interés despertado por la novela de Wells radica en su aproximación científica al concepto de viaje en el tiempo, intentando huir del clásico viaje merced a artes o mecanismos claramente imaginarios. Wells edifica una trama basada en aspectos racionales, en los conceptos sobre el tiempo que circulaban en la prensa científica de la época. La novela de Wells, reelaboración de un primer intento francamente fallido (The chronic argonauts, 1888), se adelanta a la publicación de la teoría de la relatividad especial de Einstein (1905) y a la propia interpretación del tiempo como cuarta dimensión, debida a Minkowski. Mérito que, por desgracia y de forma completamente gratuita, se desvanece por completo en la reciente adaptación cinematográfica de la novela. No bastaba con trasladar la acción de un Londres decimonónico al otro lado del Atlántico, concretamente a una emergente Nueva York de principios de siglo (1903). Ojo al dato: el inventor del viaje por el tiempo, por obra y gracia del guionista, deja de ser europeo (británico, para más señas) y se transforma en un yanqui. El protagonista, Alexander Hartdegen, un joven y brillante científico de la Universidad de Columbia, afirma mantener correspondencia con un tal Einstein, un joven empleado de una oficina de patentes suiza. Así, el gran físico alemán Albert Einstein (que efectivamente trabajó en la Oficina Federal de Patentes de la Propiedad Intelectual en la ciudad suiza de Berna, de enero de 1902 a febrero de 1908) ayudó, según deja entrever el filme, a materializar el sueño de Hartdegen de viajar en el tiempo.

Si Wells levantara la cabeza se daría de bruces ante esa curiosa costumbre que tienen algunos de reescribir la historia en primera persona. Suponemos que cabe felicitar al guionista por no haber ubicado a Einstein en Washington (¡o por no cambiarle el nombre!).

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