INVESTIGACIÓN MILITAR, POR SUPUESTO
La mayoría de la gente que ve ovnis, siente auras y escucha psicofonías suele pensar también que la investigación de vanguardia, la ciencia realmente importante, se hace siempre al margen de la luz pública. En una remota reserva del desierto de Chihuahua, genetistas encorvados crean híbridos de humano y gorila para alistarlos en un ejército entregado y suicida, el doctor Mengele clona a Hitler 30 veces en su secreto rancho de la selva brasileña, doce físicos sin piedad ultiman la máquina del tiempo para viajar al pasado y microfilmar la biblioteca de Alejandría, cosas así.
Pero la verdad es que la ciencia tiene menos secretos que Maxwell Smart. Ya lo dijo el matemático John Allen Paulos: 'Pocas conspiraciones pueden mantenerse en secreto; a la gente le gusta hablar'. Los ministerios de Defensa, los pobres, ya no saben qué hacer para pedir un poco de discreción a los científicos que cobran de sus arcas, que se pasan el día colgando en la red los genomas completos de las bacterias patógenas, publicando en revistas técnicas las plagas contra las que no es previsible conseguir una vacuna antes de diez años y pronunciando conferencias en el Ateneo sobre la masa crítica del uranio enriquecido.
El único que tiene las ideas claras es el Pentágono, que está haciendo todo lo posible para excluir de sus programas de investigación a cualquier científico que no haya nacido en Estados Unidos. Y hace bien: el principal sospechoso de los envíos postales de ántrax de hace unos meses es un científico norteamericano, y ya ven la chapuza que hizo. Mientras los que investiguen con esas cosas sean ciudadanos de los Estados Unidos, el peligro es escaso, efectivamente.
Uno de los primeros científicos a sueldo de los militares fue Arquímedes, que, según la leyenda apócrifa, diseñó unas complicadas combinaciones de espejos para quemar las embarcaciones romanas que asediaban Siracusa en el 213 antes de Cristo. Le salió caro: lo primero que hizo el general romano Marco Claudio Marcellus en cuanto logró entrar en Siracusa fue cargarse a Arquímedes. Otras versiones dicen que lo mató porque el científico no quería entregarle sus teoremas matemáticos, pero ¿para qué iba a querer un general la fórmula que relaciona el volumen de una esfera con su superficie? ¿No le hubiera bastado con saber que las esferas siempre acaban cayendo por la acción de la gravedad, cuando no por su propio peso?
La guerra bacteriológica es un invento muy posterior. La patente es de las tribus tártaras que, en 1347, mientras asediaban un enclave genovés en Crimea, tuvieron la idea de catapultar cadáveres infectados de peste por encima de las defensas del pueblo. Gracias a eso la peste entró por primera vez en Europa, y en sólo cinco años, entre 1347 y 1351, segó la vida de una cuarta parte de la población del continente (unos 25 millones de personas). Realmente brillante, pero no parece que las investigaciones fueran muy secretas en este caso.
El director científico de la empresa californiana Maxygen, Willem Stemmer, ideó el año pasado una técnica de evolución acelerada de bacterias y, para probar su eficacia, creó por ese procedimiento una cepa microbiana 32.000 veces más resistente que la normal a los antibióticos actuales más potentes. Stemmer, por supuesto, publicó sus datos en una revista científica. Cuando vieron el artículo, los responsables de la Sociedad Americana de Microbiología le pidieron que destruyera la bacteria inmediatamente. Pero la técnica está publicada para que cualquiera que tenga una bata blanca pueda usarla para lo que quiera, como es de rigor en la práctica científica. No se lo digan a nadie.
El caso más enrevesado de Sherlock Holmes no es obra de Arthur Conan Doyle, sino de Billy Wilder e I. A. L. Diamond, que lo escribieron para la película del primero La vida privada de Sherlock Holmes (si no la ha visto y quiere verla, no siga leyendo). Mycroft Holmes, el hermano de Sherlock, dirige un proyecto secreto de la Marina británica para construir el primer submarino de guerra de la historia. Cuando la Reina Victoria se entera de lo que están tramando sus propios científicos, monta en cólera y le pregunta a Mycroft:
-Señor Holmes, ¿ese artilugio puede hundir un barco sin mostrar previamente su bandera?
-En efecto, señora.
-¡Pues destrúyalo inmediatamente! ¡Qué idea tan poco británica!
Como puede verse, si alguna vez es necesario mantener los experimentos en secreto, no suele ser para ocultárselos al enemigo: suele ser para que no se entere tu propio Gobierno.
ENRIQUE FLORES
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