EL CASO DEL DOCTOR FRANZ
Situémonos alrededor del año 2010, en una sala de juicios. El doctor Franz está acusado de haber contaminado con un horrible virus la red de agua potable de Copenhague. Afortunadamente, los permanentes cortes de agua típicos de la época habían impedido que ocurriera una catástrofe, pero la vista judicial contra el doctor Franz está de todos modos batiendo marcas de audiencia. En este momento, el fiscal llama a declarar a la neurocientífica Adina Roskies, del Instituto Tecnológico de Massachusetts.
-Doctora Roskies, usted ha escrito en su informe pericial que el acusado, el doctor Franz, es capaz de distinguir el bien del mal, ¿no es cierto?
-Sí, así es.
-¿Cómo explica entonces que arrojara ese virus...?
-Protesto -dice el abogado.
-Se acepta -dice el juez-. Señor fiscal, las sentencias aquí las dicto yo. Usted cíñase a los hechos probados.
-Los hechos también pueden probarse dentro del cerebro, señor juez -dice el fiscal-. Permítame reformular la pregunta. Doctora Roskies, ¿qué muestran las pautas de activación neuronal del cerebro del doctor Franz acerca del suceso que nos ha reunido aquí?
-Que fue él quien arrojó el virus a la red de agua potable.
Los murmullos suben de tono en la sala, pero la doctora Roskies sigue hablando sin inmutarse:
-Siempre que Franz negó esos hechos durante el interrogatorio, y siempre que adujo una coartada, las redes neuronales asociadas a la producción de mentiras y al diseño voluntario de ficciones se activaron con suma claridad en su cerebro. Estos resultados se reprodujeron al menos 120 veces. Además, cuando le enseñamos un montaje de realidad virtual que mostraba su propia mano arrojando la cápsula de virus en la planta potabilizadora, la representación cerebral de esa imagen se formó en menos de 60 milisegundos: una demostración estándar de que esa imagen ya existía en su cerebro previamente.
Los murmullos vuelven a arreciar, el doctor Franz se agita inquieto en el banquillo.
-Protesto -dice el abogado-. Esos datos neurobiológicos no sirven como prueba en ningún tribunal.
-Eso ya lo sé, letrado -dice el juez-. De otro modo no estaríamos aquí ahora mismo. Prosiga, fiscal.
-Gracias, señor juez. Decía usted antes, doctora Roskies, que el doctor Franz es capaz de distinguir el bien del mal.
-Sí. Sus centros cerebrales de decisión ética son de tipo tres, pero funcionan con normalidad.
-¿Querría explicar a este tribunal qué es un centro de tipo tres?
-Con mucho gusto. Quiere decir que el paciente siente una fuerte motivación por integrarse socialmente, y por tanto sus decisiones éticas están más condicionadas por su deseo de quedar bien ante el prójimo que por una creencia firme o por un principio moral arraigado. Una típica red neuronal de tipo tres.
-¿Diría usted, doctora Roskies, que el acusado tenía la intención consciente de matar a miles, o tal vez a decenas de miles de sus conciudadanos?
-En el estado actual de la neurobiología, me temo que esa pregunta carece de sentido, señor fiscal.
-¿Cómo?
-Muchos aspectos de lo que llamamos voluntad tienen componentes muy sesgados por el modelo de circuito de una región del lóbulo frontal. En el caso del doctor Franz, la conectividad de esa región le predispone con fuerza a odiar a sus vecinos. Es un tipo de circuito relativamente infrecuente, pero en esta sala debe haber otras tres o cuatro personas que lo tengan.
Aprovechando que los murmullos se vuelven clamor, cortemos aquí la secuencia del juicio. El caso Franz no es más que una dramatización futurista de las incipientes discusiones sobre neuroética: una nueva disciplina que intenta examinar los previsibles dilemas éticos a los que pronto nos enfrentará la neurobiología. Este año ha habido ya tres congresos científicos internacionales dedicados al asunto, convocados por cinco instituciones académicas influyentes.
Adina Roskies existe. Es una neurocientífica del departamento de Lingüística y Filosofía del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). No sé qué declararía en un juicio del año 2010, pero sus líneas de diálogo están inspiradas en las lúcidas reflexiones que publicó el pasado 3 de julio en la revista científica Neuron.
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