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El caso del gato Simbotas / 17. | INTRIGA EN LA MONCLOA

Botellón de ministros

73.- Gico y Gufa se abalanzaron sobre mis tobillos ladrando y gruñendo enloquecidos. Cualquiera puede deshacerse a puntapiés de dos cockers dorados, siempre y cuando no dude. Yo dudé. Caí. Gico y Gufa rasgaron mis pantalones, noté el escozor de algunos rasguños, me pareció que Jaime Mayor Oreja tardaba más de lo necesario en apartar los perros de mis piernas.

-Qué raro -dijo Mayor Oreja cuando pude incorporarme. Sostenía a los cockers por el collar-. Están entrenados para atacar sólo cuando husmean rastros de socialista.

-Probablemente -me sacudí el polvo de los pantalones o de lo que quedaba de ellos- nunca puedo deshacerme de un penetrante olor a gato.

-¿Y Jaime Mayor se ha tragado esa bola? -dijo Laura. Dirigía el chorro de la ducha hacia las heriditas en las pantorrillas, en los tobillos-. Menudo ministro del Interior.

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-Ya no es ministro, Laura -la corregí-. Es un firme candidato a la sucesión y, por lo tanto, un firme sospechoso de haber envenenado al gato Simbotas.

-¿Por qué habría yo de acabar con el gato que el Presidente quería dejarme en herencia? -abrió mucho sus ojillos diminutos.

-Tal vez porque no le gustaba la herencia.

Sus nudillos se aflojaron en los collares de los cockers: 'Hay que ver qué fuerza tienen estos animales', musitó.

-Tan bonachón como parece, Paco, qué susto de hombre -me echó unas gotas de betadine, yo fingí que me escocía, ella fingió creerme y dijo pobrecito.

74 'Mi querido amigo: siempre he sido muy detallista, de manera que no se sorprenda de que utilice una paloma mensajera para hacerle llegar estas líneas sobre el caso que me consultó, relativo a mi secretario general. Entre usted y yo: me aburro más que el seis de copas y me ha picado el gusanito. Total, que me he leído varios tratados de etología (ya sabe usted que, como intelectual, ningún saber escapa a mi afán) y he encontrado algo que tal vez pueda resultarle de utilidad. Ha querido la casualidad que el párrafo en cuestión se encuentre en la obrita más conocida de Konrad Lorenz, El anillo del Rey Salomón. No piense que es la única que he leído. Comenta Lorenz que el corzo, animal tenido por tierno y blando, resulta terrible en el ataque, porque no conoce mecanismos de inhibición de la agresividad. La mayoría de los animales es capaz de agredir sin matar. Sin embargo, el corzo, cuando ataca, no conoce límite. Se dirige a su oponente con aparente mansedumbre. Le tantea blandamente con sus cuernos y, de repente, hinca sus astas en él y no se detiene hasta desfallecer. ¿Será éste el caso de José Luis? ¿Su apariencia de inofensiva ternura esconderá una fiereza que se contiene para el instante definitivo? ¿La huelga general del pasado 20 de junio fue el inicio de un ataque sin mesura y sin fin? A mí no me importaría que fuera así, y tampoco que una vez hincadas las astas las removiera una miajilla, en fin, quien no se consuela es porque no quiere. Lo malo es que dice Lorenz que el corzo se acoquina si de buenas a primeras se le da un papirotazo en los morros. ¡Maldición! Pensará usted que el Gobierno lee a Lorenz, de ahí que todo el día anden arreando a José Luis en la morrera. Yo creo que el reflejo de dar papirotazos éstos los traen de serie. Y hablando de todo un poco, ¿es verdad que Angelito Acebes era el encargado de alimentar al gato suicida? (Yo sigo creyendo que el animalito no pudo más con el del bigote y dijo a ver qué tal me van las otras seis vidas) Un saludo. Alfonso Guerra. PD. Ya ve que, aunque retirado, sigo teniendo la oreja puesta'.

75 Laura parecía considerar que, por haberle quitado yo el último vestido, tenía derecho a volver a empezar con la rueda de probaturas. Ya no encontré el mismo interés a sus contoneos frente al espejo, y decidí aprovechar la hora que faltaba para la cena de gala dándome una vuelta por la cocina, dispuesto a cumplir con el código marrón: el Presidente sugería que se encontrara un inmigrante culpable del sabotaje a su piscina de helado de café. Inmigrante o socialista. Creo que si encontrara un inmigrante socialista reuniría suficientes méritos ante el Presidente como para entrar en la carrera sucesoria, quién sabe si para caer directamente en desgracia por exceso de empuje.

Pegué la oreja a la puerta de la cocina. El servicio no se lo pasaba mal, desde luego. Les das hasta aquí y se toman hasta aquí. Menudo follón tenían montado.

-Nods sorpdrende usted en una pequeña fiedstecita privada -Ángel Acebes cruzó piadosamente los dedos de las manos ante el pecho, intentando ocultar sin éxito una litrona.

-Ay, Ángel, qué bochorno -le secundó Michavila.

-Disculpen -dije, con algo de zozobra-. Me equivoqué de puerta. Buscaba la cocina y...

-¡Tómese algo, rufián! -zumbó la voz de Rajoy desde detrás de un jamón que rebanaba con pericia de charcutero antiguo-. Aquí hay condumio para todos.

Qué gracioso: los ministros de botellón en el interior de la residencia de los Aznar.

-Yo estoy aquí obligado, señor -Federico Trillo se metió un ginebrón en el bolsillo de su elegante americana milrayas-. Dígale al Presidente que yo preferiría pasar mis vacaciones portando un paso de Semana Santa, pero que, por falta de espíritu religioso, en verano no hay procesiones y me veo enredado en este feo trasiego.

-Y si no, ¿para qué nos trae aquí? -gritó Cristóbal Montoro agachado, ah, no, que es así-. ¡Que se nos facilite ocio alternativo!

-¡Eso, eso! -gritaron varios, Pilar del Castillo la que más.

Calló la música bruscamente y hasta mí llegó Francisco Álvarez Cascos, apoyando sus pasos con los nudillos de las dos manos en el suelo.

-Creo que cena usted hoy con los señores -se colocó junto a mí, me llevó hasta el otro lado de la puerta, me habló de perfil, como el Igor de El jovencito Frankestein-. Ya sabe con quién tiene que hablar si averigua usted algo del Asunto.

-No sé de qué asunto me habla.

Miró a derecha e izquierda, miró hacia atrás, cerró la puerta, acercó su boca a mi oído.

-No se haga el tonto. Recuerde lo que le pasó a Gaspar Llamazares.

Me dio un rodillazo en las partes para refrescarme la memoria. Me doblé, contraído por el dolor.

-Me moría de ganas de hacer esto con un veterinario -dijo Cascos, regresando al tumulto-. La próxima vez se lo piensa antes de chivarse al Presidente que estoy abonado a Canal Satélite.

76 -¿Ha podido usted hablar con el servicio? -canturreba Ana Botella, se la veía de buen humor, ya bronceada por el sol. Qué lejos de aquella mujer angustiada que dos semanas atrás me pidiera ayuda.

-He intentado hablar con la cocinera, pero me he perdido. Es realmente imponente esta residencia.

-Oh, ja ja -rió blanda, echando la cabeza hacia atrás, agitando la mano abierta en el aire como si borrara mis palabras con una esponja-. Desde luego, si lo comparas con la birria del Palacio de la Moncloa... A cualquier cosa la llaman palacio. Fue una de las decepciones más grandes de mi carrera política, que no ha hecho más que empezar, por cierto. En fin.

En la puerta se enmarcó Laura, resplandeciente en un vestido negro sin bolso.

-Qué guapa estás, Laura -me admiré.

-A ver si nos damos cuenta de lo que tenemos en casa -me susurró Ana Botella, subrayando cada sílaba con un golpecito de abanico en mi cogote.

-Me ha dejado el vestido Ana -dijo Laura, orgullosa.

¿Ana? ¿Había dicho Ana? ¿Ana le dejaba vestidos? ¿Ana me golpeaba el cogote para reprocharme infidelidades?

-Nada de dejado, ja ja -rió blandísima Ana Botella-. Es tuyo, Laura, por supuesto. ¿Decía de la cocinera?

-Intentaré hablar con ella mañana.

-Acompáñale en esa conversación, Laura, chata, ja ja -también golpeó su hombro con el abanico-. Es una cocinera muy guapa. Y muy lista. No es sólo cocinera, es jefa de servicio. Vino con unos muebles.

-¿Era una promoción? -dije, algo molesto por su intromisión en mi vida privada.

-No, hombre -sostuvo el sarcasmo-. Yamina se quedó porque me pareció muy eficiente. No es fácil encontrar chica, y ella fue la que se encargó de redecorarnos el Palacio con muebles realmente dignos, de peso, muebles con solera, del anticuario del enanito.

-¿Qué enanito?

-Por favor, ja ja, el anticuario favorito de Jordi Pujol, ¿cómo se llama, Jose, el anticuario que nos pasó el enanito?

José María Aznar había entrado en la sala justo a tiempo de escuchar a Ana Botella. Jordi Pujol me había tomado el pelo: no sólo conocía al anticuario Tresserres, sino que lo recomendaba a su socio.

-A estos señores no les importa dónde compramos los muebles -dijo, sin rastro de amabilidad-. A duras penas pueden comprar en Ikea.

-Ay, es verdad -se llevó una mano a la boca Ana Botella para contener las palabras que ya había dicho-, que el anticuario es el señor del lío tan desagradable con aquella negra. No vamos a comprarle nada más.

Mañana, decimooctavo capítulo: Una buena educación

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