Futuro extraño
Ésta va a ser una columna ilustrada, quiero decir que el texto necesita conectarse con una imagen que voy a representar como condición previa: un cuadro que Vicente Ameztoy pintó en 1984. En primer plano la carnalidad verde, primeriza -los verdes de Ameztoy siempre son frescos, recién estrenados- del campo y de la costa; al fondo, el horizonte divisorio del cielo y del azul más intenso del mar. Se trata de un paisaje resumido, sin habitantes. No lleva título. Pocas pistas, pues, para el extranjero que contempla el cuadro y que puede por ello situar ese lugar en cualquier sitio. Y viajar allí, liberado, desanclado, suelto. En ese sentido, la mirada que el extranjero dirige al paisaje se sitúa esencialmente en el presente, o en el futuro corto del impulso o del deseo. Pero cualquier nativo sabe inmediatamente que el cuadro es un retrato. Que ese verde es Urgull y la isla de Santa Clara. Que ese mar es el nuestro, y el recorrido que traza por la costa, el perfil de la bahía donostiarra. Lo reconoce enseguida y empieza a comparar, a cotejar la realidad del cuadro con la representación que del lugar se hace su mente. O al revés, la representación del cuadro con la vivencia del lugar que su mente tiene por cierta, por única verdadera. En ese sentido, la mirada del nativo pertenece esencialmente al pasado. A la experiencia y a la memoria.
Ésta es la ilustración. El texto acude ahora a una expresión que siempre me ha interesado mucho. La de 'vuelo doméstico' para calificar a los desplazamientos aéreos no internacionales. Ese adjetivo presupone en el viajero proximidad, familiaridad con su destino. Y permite por ello relegar las fronteras geográficas, políticas o administrativas y poner el acento en mugas de otro tipo, psicológicas y afectivas. Porque lo doméstico alcanza hasta donde llega la sensación íntima de estar en casa, la percepción subjetiva de lo propio. Lo demás es ajeno, extranjero, vuelo internacional. Y en ese sentido, en la expresión igual que en el cuadro, la mirada extranjera tiene que ver con el presente de lo que se ignora, y a lo mejor también con el futuro de la curiosidad que esa ignorancia despierta. Mientras que la mirada doméstica es recuerdo, de nuevo, repaso de lo conocido, de lo que se da por sabido o por hecho.
Estamos en pleno mes de agosto, invadidos de turistas que, a pesar del racanerío climático, acuden al reclamo de las especialidades locales: buen comer, callejeo virtuoso y fiesta abundante. Yo, con ojos de nativa, les observo; les espío en sus gestos inexpertos; en sus recorridos principiantes. Y no puedo evitar preguntarme ¿qué ven?, ni envidiarles en la respuesta que yo misma decido. Ven novedad, frescura, y sobre todo absoluto presente, radical actualidad de cada rincón, de cada juego de la luz, de cada sabor, de cada encuentro. Actualidad de todo que no contaminan ni los apriorismos ni los prejuicios del recuerdo, y sobre la que se puede edificar cualquier futuro.
Eso pienso, y eso envidio. Y trato de comerme un pintxo como si fuera exótico; y de extraviarme en la ciudad que me sé de memoria; y de desmenuzar los paisajes del agua para desconcertarme la vista, y concederle así el placer excitante de la perplejidad; la dicha rotunda de la revelación. En fin, que intento hacerme la extranjera para que mi pasado y mi experiencia no impongan su visión monogámica de la ciudad, para tener más versiones y de ese modo, de acuerdo con la lógica apuntada, nueva curiosidad y más futuro.
Porque sin curiosidad, sin mirada extranjera, pipiola, ingenua, no hay futuro. Eso me digo y se lo digo a Euskadi. Porque a Euskadi le falta curiosidad y le sobra pasado. Porque se mira siempre con ojos de nativa. Siempre recordando, sabiendo de antemano, repasando certezas. Miradas y fórmulas domésticas, una y otra vez. Y las mismas cuentas dan naturalmente los mismos resultados. Los mismos, incluso en pleno agosto, endeudamientos, déficits. Idénticos números rojos.
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