Notas sobre 'Fedra'
Uno. Es muy difícil escuchar los versos de la Fedra de Racine y no imaginarlos resonando en un salón de Versalles: los héroes y semidioses de Eurípides, prisioneros del corsé alejandrino, de la retórica glacial de la corte, con el maquillaje y los pelucones blancos de Les liaisons dangereuses. Quizá tenía razón Vitez cuando veía los alejandrinos como una forma suprema de la máscara, y el más refinado instrumento de la crueldad. Pero para crueldad, la de su estructura. No deja de llamar la atención que lo mejor de Fedra sea la muerte de Hipólito, destrozado por un inverosímil monstruo marino, a cinco minutos del final de la tragedia. Un verdadero deus ex machina -aparece un bicho y mata al héroe para desanudar el conflicto- y una rareza absoluta, por externa, dentro de una pieza tan de interior, tan claustrofóbica como ésta. No nos lo creemos racionalmente, pero lo que nos parte el corazón es la elección de la forma, el estilo de esa muerte fuera de campo, narrada por Teramene, su preceptor, su confidente. Como la caída de Joel McCrea, yendo a morir más allá del plano en Duelo en la alta sierra. Claro que para lograr su efecto, Racine tiene que jugarle una malísima pasada a su heroína: desposeerla casi por completo de su capacidad de conmover. Después de esa apoteosis de bellísimas imágenes de sangre y muerte ¿cómo puede salir Fedra a contar 'su caso', cuando Hipólito, por persona interpuesta, se ha llevado todas nuestras lágrimas? No hay quien supere esa mano de póquer, ese showstopper conceptualmente perverso. Para que te fíes de los clásicos.
Dos. Joan Ollé ha cerrado el Grec 2002 con una puesta cuanto menos sorprendente de Fedra, a caballo de una notabilísima traducción de Modest Prats, que ha sido recibida en Catalunya con volatines reverenciales y clamor de olé tus bemoles: versionear a Racine tiene mucho de trabajo sacerdotal y puro amor al arte, habida cuenta de que la función, broche de oro del festival, sólo ha estado cuatro días en cartel, no fuera a ser que nos acostumbrásemos al endecasílabo. Como los indios navajos, Prats huye de la perfección, siempre inhumana, dejando algún que otro agujero en su alfombra, tal que rimar 'Hipólit' -que, reconozcámoslo, no tiene consonante fácil en catalán- con 'de bólit': un tour de force que casi le roza los talones a Tomás Segovia, cuando, en un estallido neuronal, nos ofreció aquel imbatible pareado entre 'ojos de ónix' y 'gin-tonics'. Ante esa traducción ebúrnea, Ollé se ha puesto más bien genuflexo y ha sometido a sus actores a un intenso (al parecer) entrenamiento de danza butoh, gentileza del coreógrafo Andrés Corchero. Poética de Ollé: 'Fedra: la voz de las estatuas. El movimiento del alejandrino contra la casi inmovilidad de los actores. Butoh. Frontalidad. Cada personaje habla consigo mismo, no con los otros. Ritual para actores hipnotizados, sueño polifónico, pesadilla'.
Tres. Se agradece la altura de la diana, y el calzarle un bondadoso 'casi' a la inmovilidad de los actores, pero a) me temo que el butoh es más un estado espiritual, difícil de lograr en unas semanas, que una colección de posturas, y b) juraría que para que Fedra alcance ese transport amoureux que pide el texto sólo se puede abordar desde un estado de incandescencia actoral. Bien está contener los desbordamientos, tan frecuentes en la tragedia, pero yo no sé si el butoh pide que Hipólito (Eduard Farelo), prisionero de la frontalidad -y, digámoslo todo, de una dicción un tanto convulsa-, se quede mirando al vacío con ojos de cordero degollado (modelo: Juan Echanove en La flor de mi secreto) mientras Fedra le declara su amor culpable. O que la nodriza Enona (Àngels Poch) avance penduleando los brazos estilo zombie a la caza. O que Fedra se lance de cuando en cuando a dar carreritas hacia atrás, como si intentase recuperar sus marcas, y que muera dejándose caer de ladito y juntando las manos bajo la carita. Aquí tenemos a un estupendo equipo de actores pasando la difícil maroma -y quien dice maroma dice línea de dirección- que separa la depuración formal del artificio incongruente. Se agradece, y mucho, cuando Ollé les permite mirarse a los ojos, tocarse un poco o quedar, literalmente, frente a frente, como hacen Teseo e Hipólito. La Fedra de Rosa Novell no me convenció: demasiado de cara a la galería, demasiados cambios de vestuario para una tragedia que se pretende tan austera, y demasiada autoconsciencia ('¡oh, dioses, al fin hago Fedra!). Tampoco nos vamos a poner tontos, ni a subrayar que a ratos parece estar haciendo la Princesa Kosmonopolis de Dulce pájaro de juventud. En los últimos años, la Novell ha ligado un sublime póquer de reinas (un Handke, De poble en poble, también con Ollé; la Molly Bloom; la señora Zitel de Plaza de los Héroes; la Volumnia de Coriolano), y pedirle un repóquer quizá fuera excesivo. Pere Arquillué (Teseo) huye de la frontalidad disecante y de los pasitos raros, y campa por el parquet con un poderío notorio, aunque algo me dice que esta temporada ya alcanzó su cumbre butoh en Orgía, de Pasolini, a las órdenes de Albertí. Sorpresas de la noche: las dos jeunes premiéres, la Aricia de Maria Molins y la Ismena de Irene Montalá, con humanidad, con frescura, admirablemente dirigidas. Y la breve intervención de Francesca Piñón, una guinda de cóctel que rara vez suele fallar, como Panopa. Y mi botín, lo que más me emocionó, lo más logrado de función: el trabajo de Lluís Homar, que, guiado por Ollé hasta el proscenio sin prisa pero sin pausa, túnica blanca, mirada enturbiada por el dolor, convierte el monólogo final de Teramene en algo así como un corrido mexicano recitado por un monje budista con mucho mezcal (helado) entre pecho y espalda, evocando a su amigo al amanecer, desde una cantina de Parián.
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