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Columna
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El holandés y la asfixia

Van Gaal aprieta, pero ¿ahoga? El partido contra el Legia de Varsovia llegó precedido del despliegue que le gusta al míster: planos del territorio, tropa marcando el paso, armamento y uniforme en perfecto estado y un Estado Mayor de coroneles con prismáticos y libreta dispuestos a llevar a la práctica lo que aprendieron en la sosa academia de entrenadores. Al frente de este carísimo ejército, el general Van Gaal, orgulloso, confiado y comprometido con la bandera que, con fe de converso, ha jurado defender.

En la pretemporada hemos visto cómo practica una táctica asfixiante que consiste en exigir tanto de todos que no hay margen para la distracción o el sano disfrute de la propia vocación. Al soldado no le conviene pensar, parece creer este teórico de la entrega que, por coherencia, se pone a sí mismo como vara de medir. Resultado: como nadie se lo toma tan a pecho como él, parte, en teoría, con ventaja sobre los demás. Digo en teoría porque puede que necesite esforzarse más que otro y deba compensar sus limitaciones con entrega, disciplina y dedicación, como el cineasta que cree que moviendo mucho la cámara será mejor cuando las cosas son, en realidad, mucho más sencillas.

Incluso cuando su equipo gana tan justamente como el miércoles da la impresión de que el Barça sufre demasiado. Dentro del club, la presencia de Van Gaal asfixia, desactiva el caos marca de la casa. En los entrenamientos, sus métodos asfixian la tentación de relajación y, en el campo, el público tiene la extraña sensación de agotarse viendo cómo los jugadores corren tanto como el balón, una característica tradicionalmente considerada como defecto y que, como un condón, rebaja los matices del placer.

Los altos mandos, mientras tanto, consultan sus libretas y mapas, pero la realidad les desmiente: se marca a balón parado y todo resulta complicado y laborioso frente a un equipo sin pólvora. Pero la asfixia tiene un premio y, de tanto bombardear las posiciones enemigas, se abre una brecha. No la abre la estrategia ni el orden, sino la jugada de un simple mortal que, para hacer feliz a su hija, decide hacerse el héroe: Riquelme, que preferiría llamarse Román, pero al que la mercadotecnia condena a lucir apellido.

La historia está llena de gestas de héroes. Convierten lo complicado en simple y, sin más libreta que la intuición callejera, ponen al fútbol en su sitio: lejos de la camelística táctica, allí donde lo puso Romario el día que debutó o Rivaldo cuando, en Japón, dejó pasar la pelota para que marcara Ronaldo. Presión, entrega, disciplina, todo eso está muy bien. Pero, si no tenemos a un par de insumisos que, en un momento dado, sepan hacer lo que hay que hacer, las pasaremos canutas porque los rivales sí suelen contar con algún aguafiestas que, saltándose el guión, te estropea los cálculos.

La suerte es que la realidad suele aliarse con la lógica y el miércoles ganó el que jugó mejor, el que luchó más, pero también el que tuvo en sus filas a un suplente capaz de hacer lo más difícil. Y eso es lo que diferencia la eficacia de la disciplina, la estrategia del arte, la anécdota del recuerdo perdurable.

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