Mundos opuestos

Riquelme contempla, pero no escudriña; conoce, pero no calcula. Llega a la verdad mediante la intuición y no por la escala de la lógica. Es mentalmente la antítesis de Van Gaal. Otro mundo.
Tenía 12 años y ya era toda una celebridad en la villa San Jorge, de la localidad porteña de Don Torcuato. Ya entonces, inspirado por su ídolo, Claudio Marangoni, sabía manejar un equipo. Había alcanzado la verdad del fútbol. El resto es casi anecdótico. Pasar por la cantera del Argentinos Juniors, ganar la Copa Intercontinental con el Boca o conocer personalmente el Camp Nou no cambió lo esencial. Como dijo Carlos Bianchi, ex técnico del Boca: 'Formar un Riquelme es imposible. No se hace a pedido. Es un jugador único'.
Como en muchos barrios marginales de Buenos Aires, en la villa San Jorge jugar al fútbol se hacía tan complejo como sobrevivir. Y, como en muchas otras villas, se organizaban apuestas ilegales en torno a los partidos que disputaban los chavales. De modo que los jóvenes como Riquelme, cuando daban un pase, no sólo sabían que daban un pase. También sabían que arriesgaban el dinero de los apostadores, en algunos casos armados.
El estilo de Riquelme nunca se caracterizó por la urgencia, sino por la sabiduría profunda de quien sabe por instinto. Siempre jugó con aire de suficiencia. Esta impenetrable seguridad en sí mismo, unida al medio social en el que vivió 20 años, hizo de él un espíritu insensible a las imposiciones de técnicos con vocación científica. Ni Héctor Veira, ni Óscar Tabárez, ni Marcelo Bielsa le entrenaron sin sobresaltos. Sólo Bianchi supo establecer una relación armoniosa con él. 'Es el mejor 10 del mundo', dijo; 'tiene un gran manejo del balón y de las circunstancias del juego, una gran precisión para jugar en corto y en largo y un pase excelente. Da placer dirigirlo'.
Con Bianchi había días que Riquelme prefería no entrenarse, y descansaba. En el campo, poco más o menos, hacía lo que aprendió en Don Torcuato. El técnico no le pedía esfuerzos cuando no tenía el balón. Y, si le pedía algo, lo hacía pasándole la mano por el hombro y hablándole quedo, como si fuera su nieto.
Van Gaal y su ayudante, Andrea Joncker, le pidieron el miércoles, por duplicado, que jugara según unos diagramas y unas flechas escrupulosamente recogidos sobre campos a escala en papel blanco. Van Gaal resumía en aquellos signos su verdad codificadora. Riquelme las miró cortésmente simulando un leve interés.
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