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Columna
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El patio

Cuando se mojaba el patio de mi casa, con las primeras gotas de lluvia, las vecinas, al modo de disciplinados marineros, arriaban las velas de sus sábanas con presteza, chirriaban las ruedecillas de los tendederos, rumor de jarcias y de voces agitadas que maldecían los caprichos de un cielo adverso que descargaba sus nubes sin aviso previo, casi siempre cuando la colada estaba ya casi seca. Las prendas tendidas exhibían sin falsos pudores los secretos más íntimos de la comunidad que los vecinos más próximos fingían no ver y los niños escrutábamos de reojo, atraídos por la ropa interior femenina, atemorizados por las turgencias innombrables que rellenarían los sostenes de enormes copas y las fajas ortopédicas color carne mustia de madres, tías y abuelas, fascinados para siempre por las bragas de algodón y los sujetadores mínimos de nuestras vecinitas, destinados a ser para toda la vida, fetichistas y mirones furtivos por el oscurantismo, la represión y la culpa que los tutores morales, civiles o eclesiásticos que en aquellos años de plomo velaban con apenas velada hipocresía por nuestra moral y buenas costumbres. De vez en cuando, ondeaba entre la uniformidad de aquella ascética lencería, como una bandera pirata, el alegre pendón de una prenda interior de color y diseño más osados, revelación gozosa, atisbo de la existencia de otros mundos, vedados, acotados para adultos sin reparos, que íbamos descubriendo a tientas y a ciegas, tratando de componer en nuestras fértiles y febriles mentes el mapa del tabú, el rompecabezas secreto del sexo, del que nos faltaban tantas piezas.

El patio de vecindad funcionaba como un canal de comunicación colectivo, tubo acústico que conducía los sonidos de una comunidad ruidosa en la que toda intimidad debía reducirse al silencio, pues hasta el más mínimo crujido, una tos, un gemido, un suspiro se amplificaba y se sometía al escrutinio y a la interpretación de oídos ajenos. La copla espontánea de la fregona acompañada de la percusión de la vajilla, historias de amores y desamores trágicos, canciones de siega o de fiesta rural, entonadas con añoranza por chicas 'de servir', campesinas recién trasplantadas a la ciudad, apenas entrevista desde su cautiverio con una tarde libre a la semana. Los hombres no cantaban ni siquiera en la iglesia, a no ser que estuvieran borrachos, o fuera Navidad, que celebraban ebrios... El ritmo sincopado del tenedor contra el plato preparando las tortillas de la cena, que se decían francesas para compensar con un toque de elegancia su vacío interior y los mil y un rumores de la radio que se hacían unánimes con la sintonía del parte, diario hablado de Radio Nacional de España, programa de obligado cumplimiento. Las airosas disputas de las vecinas con la eterna polémica de los tendederos compartidos o de las sábanas goteantes y las acres y perpetuas discusiones matrimoniales, las rabietas de los infantes, los gritos de los padres, las declaraciones de odio y de amor incontenibles, los trinos de los pájaros enjaulados y el satisfecho gorjeo de los gorriones golfos y libres. A pie de patio impostaba su voz el cartero para leer los nombres de los destinatarios de la correspondencia, momento sagrado para las insaciables cotillas, cronistas eruditas de la vida cotidiana que albergaba el inmueble.

El patio de vecindad sigue ejerciendo hoy su función comunicante, aunque hayan mejorado los aislamientos y crecido la incomunicación voluntaria de sus inquilinos, menos promiscuos, más discretos y desconfiados. En este verano de ventanas abiertas, en esta noche de agosto, el patio de mi nueva casa resuena como el viejo tam-tam de la tribu, ecos de tambores cercanos, risas y cánticos de una fiesta de los vecinos caribeños, sordo retumbar electrónico a cargo de los colegas del ático y sus implacables máquinas. Las sincopadas y robotizadas melodías de los teléfonos móviles puntúan el caótico desconcierto nocturno, pero hace un rato, cuando me sentaba frente al ordenador silencioso para escribir estas líneas, escuché el tintineo pavloviano del tenedor de la tortilla francesa, el estribillo mariano de una canción de Bisbal en la garganta de una adolescente y la voz pausada y afable de una anciana solitaria que le hablaba a su perro con palabras de amor. Más tarde me he asomado al patio y he saludado a la vecina de arriba, sentada en la oscuridad junto a su ventana indiscreta, almacenando información para su crónica diaria.

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