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Columna
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Bajo las antenas

Imposible vivir marginados de los inventos que nos rodean y condicionan nuestras vidas, especialmente en el ámbito ciudadano. Manejarlos o padecerlos resulta indiferente, forman parte del entorno, como el aire que respiramos. Con empeño y suerte se puede llegar al refinamiento de no tener automóvil propio y contemplar, con las indispensables dotes de tolerancia, la profusión de anuncios que proclaman las ventajas de disponer de un medio de locomoción autónomo. No es posible renunciar a su utilización, aunque sea como simples pasajeros; ni ignorarlos, al pretender cruzar una carretera o una calle sin semáforos.

Ocurre otro tanto con la televisión. Hace tiempo que dejó de ser una novedad, un espectáculo y un entretenimiento para alcanzar la categoría de elemento indispensable. En el seno de las familias cortas, medianas o numerosas, crece la adición al aparato y solo en la ínfima calidad general de la oferta parece atisbarse cierta salvación. Incluso los sociólogos se van percatando de la quiebra o devaluación de los hábitos gregarios, con ribetes de vicio dominante entre los adultos y una exigencia inapelable para los menores. Quizás sean los adolescentes y los jóvenes quienes prescindan con más soltura de esta atracción, porque la naturaleza les brinda otro tipo de entretenimientos, sumados al hastío precursor que suministra la pantalla.

Cada vez que he convivido con familias donde hubiera niños -fueran españoles, franceses, alemanes o americanos, por conocimiento directo- pude comprobar que los más pequeños, especialmente en época de vacaciones, saltan de la cama para prender el televisor y contemplar los tempraneros dibujos animados japoneses, horas antes del desayuno. Observé que, a primera vista, no parecía interesarles el argumento ya que eliminaban el sonido. La causa era no sólo evitar molestias a los adultos, sino impedir que lo apagaran, llegando al invento intuitivo de la televisión muda. Me parece el renacimiento de la imaginación, como cuando el niño pobre de antaño se creía Alejandro Magno, blandiendo una espada de madera. Los críos llevan a cabo lo que intentan algunos enemigos del doblaje -sin conocer el idioma original-, que es adivinar y disfrutar de la trama sólo mediante el antiguo apoyo gestual.

Es poco original el mundo del consumo en que vivimos: la supervivencia de un canal, de una emisión, de una empresa depende de la publicidad, y ésta afluye a las pantallas más visitadas por los espectadores. Nada nuevo en cuanto al cálculo de probabilidades. Eso produce la guerra de audiencias, mediciones y lucha por el espectador.

El enemigo a dominar se reduce al triste sujeto que ha prendido un artilugio. Frente a él y su albedrío se levanta el acuerdo unánime de ofrecer, al mismo tiempo, el manguerazo de la publicidad, la repetición, la forzosa coincidencia temporal de la atención ajena. Hace mucho tiempo leí -o me contaron- cuál fue el origen de la Coca-Cola. Un buen hombre ofrecía a sus sedientos contemporáneos lo que todos sabían que era mera zarzaparrilla. Algún extraño y quizás azaroso ingrediente motivó que un genio le propusiera al manipulador la asociación, al cincuenta por ciento, a cambio de una sola palabra: 'Embotéllelo'. Lo demás es mercadotecnia. En la pausa que suele haber entre un paquete y otro de anuncios, van ganando adeptos las ordinarieces, las palabras malsonantes, como elemento supuestamente cómico, imprescindible y desenfadado.

Si alguien cree que la gente de las generaciones anteriores ignoraba la existencia de las expresiones escatológicas, tacos, vocablos y locuciones tabernarias, está equivocado. Solían proferirse en privado, con mayor fluidez entre los elementos masculinos y rara vez en presencia del otro sexo, salvo la ocasión en que a uno le atizaran un martillazo en el dedo pulgar. La pequeña pantalla lo acoge todo y sería increíble que en una película, genuinamente nacional, los personajes femeninos dejaran de utilizar el vocabulario, antaño empleado por el arriero para dirigirse a las mulas tercas. La verdad es que se trata de un lenguaje hecho, mal hecho.

No vean en estas palabras el menor propósito didáctico. Es el desvarío de una noche de verano bajo la antena de la televisión.

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