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Columna
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El bien más grave

'No tengo pues por qué temer el mal más grave' es un verso tomado de un soneto de Shakespeare, que, por la belleza de la música, voy a poner también en versión original: 'Then need I not to fear the worst of wrongs'. Lo utilicé hace tiempo para titular una de mis novelas que hablaba de daño y de remordimiento.

Para Ellie Stanford, la protagonista de aquella novela, el mal más grave era la pérdida de la belleza, mejor dicho, de la capacidad para descubrirla y reconocerla a su alrededor. Era el sentimiento de culpa lo que a Ellie le arrebataba esa capacidad, esa posibilidad de distinguir el lado bueno de las cosas; de extraer de la ganga de lo cotidiano la veta noble, o si se quiere, la perla extraordinaria del interior de la ostra de lo común. El mal más grave era, en definitiva, el horror estético que el horror ético, que ella había provocado con su acto injusto, instalaba en el mundo.

Esta correspondencia entre el contenido moral y la expresión formal es el pan nuestro de cada día del trabajo artístico; o tal vez sea más sugerente decir que es la harina de la que se hace el pan del valor y de la significación artística.

A lo mejor es una creencia un tanto ingenua, pero estoy convencida de que lo que vale para el arte vale para la vida y la explica. La representación exterior de las cosas, los tonos y los gestos, los modos y los envoltorios, siempre me parece que encierran más verdad de la aparente, más sentidos de los obvios. Para mí, por ejemplo, la cortesía equivale a conciencia democrática; quien piensa auténticamente en los demás en las maneras pensará también en los demás en las sustancias. Y lo mismo en sentido contrario.

Pienso ahora en la representación estética de Euskadi. En el esmero de jardines que veo cada día; en la peatonalización creciente; en la sofisticación del mobiliario urbano; en las superlativas construcciones culturales; en la proliferación de comercios de primera, cada vez más 'delicados'. Euskadi es un lugar donde uno puede, mirando por la ventana un paisaje de sueño -el mar irreprochable, el cerco fresco, suave, de las colinas de un verde intacto aún- llevarse a la boca una joya gastronómica, un súmmum de talento culinario, de imaginación sensitiva, a un tiempo sutil y rotundo, múltiple y singular. Pongamos, por ejemplo, 'langostinos envueltos en alga con praliné salado de pipas', o 'foie a la sartén con ensalada asada y frambuesa a la mostaza' o 'nieve de pera al vino'. Llevarse ese lujo a la boca mientras todo sucede.

Ese lujo, esa delicadeza, ese bien es nuestro mal más grave. Porque es una invitación a la autocomplacencia, y una tentación de autoengaño y de refugio y de olvido de que nuestra realidad estética tiene poco que ver con nuestra verdad ética. En Euskadi, el bienestar y la belleza conviven con la amenaza y el terror y la mezquindad -como tan justamente se nos recordaba en esta misma página hace muy poco-; en Euskadi hay muchísima gente que teme fundadamente por su vida. Muchísima gente obligada a escatimar encuentros, paseos y salidas. Impedida o coartada en su trabajo; trágicamente condicionada en su vida pública o familiar. En Euskadi se disimulan opiniones, se esconden gestos; se superponen demasiadas veces, con nefasto resultado, las nociones de adversario y de enemigo. No olvidarlo nunca; recordarlo siempre, en cualquier sitio, sea tal vez el único modo de dotar de verdad ética a nuestras apariencias.

Hoy seguimos en Euskadi con las libertadas recortadas, en el estado de excepción de la amenaza y el miedo. Hoy se cumple una semana de los asesinatos de Santa Pola. Hoy empieza la Semana Grande donostiarra. Todo junto, indisociable. El alcalde de San Sebastián ha anunciado que la fiesta incluirá el recuerdo de las víctimas. Estoy de acuerdo, y entiendo que tendrían que ponerlo así de claro en los programas.

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