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Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

LA PRINCESA DEL RÍO PISUERGA

Barracas de feria, paracaidistas que se arrojan desde los tejados y jóvenes muchachas soñando con 'Las mil y una noches'. Un viejo león bostezando en la plaza de Zorrilla. Callejero insólito de Valladolid.

Gustavo Martín Garzo

Nadie elige el lugar en el que nace, como tampoco suele elegirse el lugar en el que nos quedamos a vivir. Aún más, ninguno de esos lugares está enteramente definido cuando llegamos a él, de forma que bien podemos decir que se modifican con las circunstancias, azares y hallazgos de nuestra propia vida, ya que la realidad nunca está terminada de hacerse. Tampoco lo está la ciudad de nuestra memoria, que, de alguna forma misteriosa, se confunde con la de nuestros sueños. En mi caso, uno de esos recuerdos que parecen soñados, ¿o tal vez lo fue?, tiene que ver con un paracaidista. Se subió a una de las casas de la plaza Mayor, y, después de llamar la atención del público levantando varias veces los brazos, se arrojó al vacío de un poderoso salto. La plaza estaba llena de gente y en el paracaídas, al abrirse, pudo leerse, en letras doradas, Licor 43, pues se trataba de un hombre anuncio. Yo iba con una de las chicas que nos cuidaban en casa, y que solían proceder del pueblo de mi padre. Era muy guapa, y recuerdo que el paracaidista, que se posó muy cerca de donde estábamos nosotros, se la quedó mirando con una expresión de triunfo, y que ella, que me llevaba de la mano, me clavó las uñas sin darse cuenta. Más o menos en esa misma época, cuando paseaba con esa misma chica por el Campo Grande, uno de los pavos reales se detuvo enfrente de nosotros y, como había hecho aquel hombre con el hongo multicolor de su paracaídas, desplegó súbitamente su cola. Parecía contener todas las noches de Oriente y los desvaríos de sus fuentes y de sus templos llenos de monos. 'Hace esto', murmuró la chica inclinándose sobre mi oído, 'porque se acuerda de su verdadero jardín'. Tengo que decir que en casa había un libro de cuentos que le gustaba sobremanera. Era un libro de Antonio Robles en que se recreaban algunas de las historias de Las mil y una noches. Y en una de sus ilustraciones podían verse pavos reales, como los del Campo Grande. Yo estaba aprendiendo las letras y solíamos leer juntos ese libro. A ella le gustaba sobre todo uno de los cuentos. No me acuerdo muy bien de qué trataba, pero sí que había una princesa, la princesa Labán, que se subía al tejado de su palacio todas las noches y que con su intenso resplandor iluminaba de sobra toda la ciudad con sólo reposar allí en lo alto. Y recuerdo que a aquella chica se le encendían los ojos cuando lo leía, como si también ella soñara con poder iluminar los tejados vecinos con su propio cuerpo.

Parecía contener todas las noches de Oriente y los desvaríos de sus templos llenos de monos
Sobre el plano de las ciudades reales los hombres solemos levantar los del misterio

Pavos con fastuosas plumas, paracaidistas que se arrojaban desde los tejados para anunciar licores, jóvenes muchachas soñando con las princesas de Las mil y una noches... ¿Qué tiene que ver todo esto con Valladolid? Puede que no mucho, si nos atenemos a la imagen que de tal ciudad dan las guías turísticas o los libros de historia, pero las verdaderas ciudades son las que vamos construyendo en nuestra imaginación, que no es sino la memoria de nuestros sueños. Eso es Valladolid para mí, esa mezcla de sueño y realidad que en el fondo son todas las ciudades que llegamos a amar, pues sobre el plano de las ciudades reales los hombres siempre solemos levantar esos otros del misterio, el deseo y la angustia que son los que de verdad cuentan la historia de nuestro corazón. Y es de esa ciudad de la memoria y los sueños de la que hoy quiero hablar. De sus ferias de ganado en las orillas del Pisuerga y de aquella vez en que algo provocó una espantada y los caballos corrieron por las calles con los belfos llenos de espuma; del viejo león que se escapó de un circo y llegó a pasear somnoliento por las calles de la ciudad, hasta quedarse dormido junto al reloj de sol que había en la plaza Zorrilla, o de aquella mañana de primavera en que, a orillas del río Pisuerga, 17 pilotos lograron batir sobre una vespa el récord del mundo de hombres sobre un vehículo de dos ruedas. Y, por supuesto, de todas las películas -El increíble hombre menguante, La mosca, El hombre que tenía rayos x en los ojos, La novia de Frankenstein- que veíamos en el teatro Pradera o en el cine Capitol y que nos redimían de aquel país rancio y oscuro, tan lleno de complejos como infinitamente triste, por más que la propaganda oficial tratara de decirnos que habíamos sido los dueños del mundo y que antes o después lo volveríamos a ser. Pero yo no quería ser dueño del mundo, sino llegar a sentir, aunque fuera por un instante, que algunos de sus secretos me estaban destinados. Y la época más propicia para ello era sin duda cuando en septiembre, con la llegada de las fiestas, el paseo de las Moreras era ocupado por un mundo de casetas, barracas y tiovivos. Casetas de tiro, con sus premios de banderillas de pepinillos y anchoas y su copita de vino de moscatel; autos de choque; norias gigantes y melancólicos caballitos, siempre rodeados de turbadoras historias, como si el lugar de la dicha fuera también el del peligro y la muerte. Y, de forma especial, por aquellas barracas donde podían verse todo tipo de fenómenos: el cordero de cinco patas, las mujeres barbudas, o aquellos hombres de fuerza descomunal que rompían las cadenas, como si no hubiera fuerza en el mundo capaz de poner límite a su anhelo de libertad. La ciudad les abría sus puertas y ellos traían los frutos de lo remoto, y la ilusión de que había otros mundos, otras vidas y otros deseos. Y recuerdo, sobre todo, el año en que llegaron las Hermanas Mínimas. Aún puedo ver, junto a las taquillas donde habríamos de comprar la entrada, aquel cartel en que podía verse a dos pequeñas mujeres, vestidas de una forma infantil, y el anuncio de la maravilla que nos esperaba, pues las Hermanas Mínimas, que apenas pasaban de sesenta centímetros, eran las enanas más pequeñas del mundo. Recuerdo la expectación con que pagamos la entrada y cómo finalmente pudimos entrar entre empujones a aquel recinto estrecho, con olor a serrín y a sudor, donde tendría lugar la función. Las dos hermanas salieron al escenario entre aplausos y la gente empezó a preguntarles. Dónde habían nacido, si habían tenido problemas para ir a la escuela, si tenían otros hermanos monstruos o pensaban en casarse alguna vez. Ellas fueron contestando con sus delgadas y casi inaudibles voces, y luego se encaminaron hacia el borde del escenario y agarradas de la mano recitaron una poesía que no he podido olvidar: Cerezo, cerecito de la puerta del jardín, / ¿cuánto tiempo he de esperar? La repitieron tres veces, entre los aplausos de la gente, y a mí me pareció que cada vez que lo hacían estaban más nerviosas y apenadas, como si se refirieran a algo que nosotros no podíamos comprender, pero que tenía que ver con el hecho de que fueran así, y tuvieran que llevar aquella vida, que bien mirado no tenía que ser un plato de gusto para nadie.

Más o menos por ese tiempo, un coche mató en la carretera a un niño que vivía en nuestra casa. Era más pequeño que yo, y solía bajar a nuestro piso con frecuencia. La tarde antes de su muerte me había abordado en el portal. Estaba loco de contento porque en el colegio le habían dicho que por fin iban a dejarle escribir con tinta. Sus padres, por esta razón, acababan de comprarle un plumier, el palillero y el punto para escribir. Y me lo enseñó con la ilusión del que se cree a punto de asistir al comienzo de su verdadera vida. El accidente puso fin a aquel sueño, y en los días que siguieron yo, en el colegio, no podía coger la pluma sin acordarme de él y sentir que le habían engañado, que nos estaban engañando a todos, y que tampoco aquello, escribir, ir al colegio, hacerse mayor, significaba gran cosa, ni podría librarnos de la desdicha. Recuerdo que, en esas noches, apenas podía dormir. Me despertaba e iba a la cocina, pues en ella solía haber luz gracias a las farolas del patio. Asomado a su ventana miraba los tejados tenuemente iluminados. No sabía lo que me pasaba, y me acordaba de la chica con que había visto al paracaidista. Había tenido que volver al pueblo, porque su madre se había puesto enferma y llevaba meses sin saber de ella. Pero en esas noches todos mis pensamientos la buscaban. Me la imaginaba desvelada en la noche, abandonando a escondidas su casa y, como la princesa Labán de Las mil y una noches, iluminando con la sola fuerza de sus pensamientos el campo, las orillas del río, sus aguas oleaginosas, los blancos caminos bajo los chopos. Aunque tampoco así lograra tranquilizarme, pues no sabía si ese resplandor anunciaba la vida o la muerte.

Una imagen de la calle Santiago en el centro de Valladolid.
Una imagen de la calle Santiago en el centro de Valladolid.CRISTÓBAL MANUEL

Guía práctica

- Datos básicos
Población: 316.580 habitantes.

- Dormir
Hotel Mozart (983 29 77 77). Menéndez Pelayo, 7. En una casa del siglo XIX. La habitación doble, 51 euros.
Hotel Catedral (983 29 88 11). Nuñez de Arce, 11. Pequeño hotel con solera. 50 euros.
Hotel Felipe IV (983 30 70 00). Gamazo, 16. Los fines de semana, 66 euros la doble.
Lasa (983 39 02 55). Recoletos, 21. 67,55 euros.

- Comer
Fátima (983 34 28 39). Pasión, 3-1º. 42 euros el menú degustación.
La Goya (983 34 00 23). Puente Colgante, 79. Unos 30 euros.
La Parrilla de San Lorenzo (983 33 50 88). Pedro Niño, 1. 30 euros.

- Información turística
983 34 40 13.

ISIDORO MERINO

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