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Columna
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La viola

A partir de su aspecto nadie lograría calibrar la importancia de este hombre pequeño, modesto hasta la insignificancia, que se oculta bajo los alambres de una barba encanecida, la melena, una sonrisa de fina cortesía. De repente el hombrecillo toma ese instrumento en forma de mujer que traslada en una funda, lo acaricia con el arco y a los sones de una voz delicada y antigua se transforma en Jordi Savall, seguramente el nombre más cosmopolita de la última música española. Cuando uno lo oye tocar, como hemos tenido oportunidad de hacerlo el último miércoles en el Festival Internacional de Música de Ayamonte, entiende que Savall declina su protagonismo, que no reclama para sí solo la gloria de sus interpretaciones y que esa belleza misteriosa que de ella se genera es resultado de su matrimonio con la viola da gamba, la compañera que abraza cada noche al calor de su canto. Mientras la coloca en posición entre sus piernas para comenzar a afinar, los ojos del público se fijan en esa criatura casi mitológica, esa especie extinguida que parece una combinación de violonchelo y guitarra y que susurra con un tono mucho más profundo, cálido, turbio que cualquier instrumento que hayamos escuchado. Savall conoce el poder del hechizo de que es dueño; modula con lentitud, casi con un placer lujurioso, los registros de las cuerdas, mientras su mano sube y baja por los trastes cumpliendo un ballet que los profanos no estamos capacitados para comprender. La viola da gamba es una superviviente de años más delicados y también más oscuros, aquellos tiempos barrocos en que las mentes colocaban el artificio sobre la naturaleza y la elegancia pasaba por el empleo de máscaras; en la parroquia de Nuestro Señor y Salvador de Ayamonte, entre imágenes doradas, la voz de la viola se disfraza, ríe y se lamenta, y nos hace pensar en lo que de ella afirmaba el padre Mersenne, corresponsal de Descartes, en un tratado de música de 1637: 'Puede imitar la alegría, la tristeza, la agilidad, la suavidad y la fuerza, por su vivacidad, por su languidez, por su rapidez, por su consuelo y por su apoyo'.

Además, a Jordi Savall le compete la responsabilidad de uno de los más felices intentos de llevar la música antigua, esa propiedad privada de algunos especialistas, al público más mayoritario. Junto con su Concert des Nations, grupo formado en 1989, realizó la banda sonora de la famosa película de Alain Corneau Todas las mañanas del mundo, logrando colocar un disco de viola da gamba en puestos de ventas que tradicionalmente se habían vetado a la música clásica. Sin duda, esa colaboración entre tradición y modernidad forma parte del éxito del catalán, como ocurre en el caso de todos los creadores verdaderamente brillantes: cuando uno asiste a uno de sus conciertos se da cuenta de que las manos del maestro no se limitan a repetir la partitura, de que el pentagrama no constituye la frontera última de lo que cabe respetar. De algún modo, reconstruyendo la obra con las dosis exactas de libertad, Savall logra un nivel de verismo y cercanía que hace su música más contemporánea que ninguna, como si lograra susurrar al oído de quien la disfruta lo que cada cual desea escuchar. Y en eso se reconoce el verdadero arte: en la capacidad de hablar al espectador sin importar su vejez.

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