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Crónica:NUEVOS CAMINOS DE LA NOVELA NEGRA
Crónica
Texto informativo con interpretación

'El asesino no soy yo'

Digo novela policiaca y pienso en los veranos de mis 13 y 14 años, cuando leía dos libros al día, todos los acumulados por mi padre durante tres décadas, abandonados y olvidados, buscados por mí en todos los rincones. Me gustaban los americanos, un poco menos Edgar Wallace (me acuerdo de sus obras en Aguilar, encuadernadas en piel como misales), y menos Agatha Christie. He olvidado las tramas de los americanos, pero aún me sé algún misterio de Christie. Creo que mi novela preferida fue Al morir quedamos solos, del falso americano James Hadley Chase, inglés. Me acuerdo de un título de Dashiell Hammett: Los siameses escurridizos. Me acuerdo de las rubias y los chinos, los revólveres y las copas de champán envenenadas en las portadas de las colecciones El Buho y La Araña, libros tan viejos que se me deshacían en las manos: el enigma fundamental era si durarían hasta la última página, hasta el descubrimiento del asesino.

El lector, en los episodios más sádicos del asesino en serie, sólo puede juzgarse a sí mismo: ¿cómo puedo estar leyendo estas barbaridades?

Las novelas policiacas son novelas para adolescentes, niños que descubren nuevas formas de aislamiento y soledad. A esa edad se ama la conspiración solitaria, los antifaces, la tinta invisible, los mensajes cifrados, el espionaje, los atracos y asesinatos perfectos, el dilema moral, acertijos y juegos lógicos como el ajedrez, la astucia, la velocidad del pensamiento, los ambientes negros de las novelas negras, el cine americano, la vida americana, discos, dibujos animados y paquetes de tabaco rubio. La novela policiaca tiene que ver con el deseo, es decir, con la libertad y la moral, y su lector es un mirón de acciones perversas, digámoslo así, fechorías de individuos indeseables y deseantes que obedecen a su falta o su exceso de voluntad. Me acuerdo de una canción de Erasure: 'Me gusta leer novelas policiacas, me gusta saber que el asesino no soy yo'.

Yo leía novelas de crímenes y,

en lugar de querer imitar a los criminales o los policías, me daba por seguir los pasos del escritor y ponerme a imaginar crímenes. Me encantaban los americanos (o Hadley Chase, a quien yo creía americano), pero prefería imaginar misterios en la sala de estar, como los de Agatha Christie. Yo tenía experiencia con los acertijos pero no con la vida real, y Dashiell Hammett y los suyos eran demasiado reales: el asesinato, según Hammett, no era un pasatiempo ni una pasión privada, sino una pieza de la vida comercial en las ciudades, donde los magnates no sólo poseen bancos y periódicos, sino también senadores, gobernadores, matones y alcaldes, como en Cosecha roja. La vida pública es indisoluble de la vida privada, y nadie gana honradamente 100 millones, o así lo dijo uno de los pocos policías honrados de Raymond Chandler.

Me hubiera gustado leer a los 14 años a la gran mutante de la novela de crímenes después de Hammett, Patricia Highsmith, que publicó A pleno sol, o El talento del señor Ripley, en 1955, casi inmediatamente después de la penúltima novela de Chandler. Highsmith vio el crimen como posible realización personal, esfuerzo casi fortuito que a veces merece recompensa, si uno tiene las virtudes que la vida exige: don de la oportunidad, frialdad en los momentos esenciales, valor, don de gentes, ductibilidad, energía, capacidad de convertirse en otro, poder de seducción y persuasión. Yo ya no era un adolescente cuando leí a Highsmith, así que no sé cómo lee un adolescente a Highsmith, pero supongo que debe ser una experiencia extraordinaria: el adolescente que leía novelas de asesinatos intuía el placer del crimen perfecto, o de la posibilidad de un crimen perfecto, y pocas veces encontraba placer en el castigo del culpable.

La felicidad se hallaba en los procedimientos lógicos y criminológicos del detective, y el lector jugaba al ajedrez con Agatha Christie o Raymond Chandler: el jaque mate consistiría en adivinar la identidad del asesino antes del final. Pero también exalta a los adolescentes y a los perseverantemente adolescentes el placer de imaginar qué pieza o movimiento ha faltado para que el criminal alcance la perfección y sus actos queden impunes. El impune señor Ripley es un prodigio de la imaginación de Highsmith. ¿Cómo lee sus maldades un adolescente? Yo leía las novelas a lo Hammett & Chandler menos pendiente del castigo del criminal que de la vida callejera y airosa del detective, el strong silent man, el hombre fuerte que sabe callarse. ¿No es un modelo ideal para el joven que descubre que le sobra vulnerabilidad y le faltan palabras? El strong silent man es explosivo en la acción, fuerte, generoso, bello, valiente e ingenioso: en el momento decisivo jamás le falta una palabra rápida y contundente. Es lo que el adolescente quisiera ser. La valentía es alegre, feliz e inolvidable.

El innovador después de la gran

Highsmith ha sido Thomas Harris, el de El silencio de los corderos. Harris encontró en Domingo negro (1975) y El dragón rojo (1981) las dos fórmulas esenciales para las novelas policiacas de las décadas siguientes: ahora el mal es un terrorista extranjero, islámico, que amenaza con una bomba nuestros domingos de espectáculos deportivos, o un maniaco asesino en serie. Harris rompió la lógica personal de lo bueno y lo malo, aplicable a la sala de estar y a la calle, al delincuente y al detective y al lector: el nuevo mal es una patología contagiosa, un virus que aleatoriamente nos ataca desde el exterior. No cabe reflexión moral: los malvados son indiscutiblemente malvados, perversos y repugnantes. Al adolescente sólo le cabe imaginar posibles crueldades individuales y colectivas que superen las que el autor propone. No hay espacio para juicios morales: el lector, en los episodios más sádicos del asesino en serie o en masa, sólo puede juzgarse a sí mismo: ¿cómo puedo estar leyendo estas barbaridades?

Incluso Thomas Harris lo ha escrito irónicamente: un asqueado Hannibal Lecter observa en Florencia a los espectadores de una exposición de máquinas de tortura, muy parecidos al lector. Y Harris ha ido introduciendo en su visión de Hannibal una nueva sugerencia ética: a determinados niveles el mal debe ser combatido con mal mucho más malo, que paradójicamente sirve al bien, como Hannibal el Caníbal, imprevisible caudillo moral. El lector sigue a Lecter exactamente igual que machaca enemigos en la pantalla del videojuego: el placer está en la acumulación y el resplandor de las salpicaduras sanguinolentas que deja el enemigo. Y el viejo adolescente cansado de pesadas novelas espesas busca la rama nostálgica del género, incluso el futuro nostálgico, novelas negras de ciencia-ficción con clones de Philip Marlowe, o la trilogía Berlin Noir, del inglés Philip Kerr, detectives y nazis en Berlín y Viena por los años treinta y cuarenta, vistos un poco anacrónicamente, cinematográficamente, o los cada vez mayores disparates de James Ellroy sobre los tiempos de la Mafia, la CIA, Kennedy y Marilyn Monroe. O incluso la novela ligada a la página de sucesos del periódico local, que se lee rápidamente para empezar otra, como el periódico, antes de la televisión, como Juez y parte, de Andreu Martí. Bien, pero ¿es imposible otra vuelta de tuerca? Ya la han empezado los hispanoamericanos. El adolescente intuye, en todo caso, que el juego moral nunca está decidido de entrada, salvo en casos tan monstruosamente esquemáticos que hacen innecesaria la literatura.

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