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Columna
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Momentos

Estuve visitando el monasterio de San Isidoro del Campo, recién restaurado, que es de una belleza total. Lo visité pegada al aparato auditor, sin saltarme ningún número, y no me sobró casi nada de lo que oí.

Las emociones son importantes; más o menos conscientes o certeras, intensifican la vida, que no es poco, y la dejan salteada de recuerdos. Se diría que el monasterio de San Isidoro del Campo está pensado con esa intención, con la de conmovernos, pues, en el corto tiempo que dura la visita se pasa por momentos de intensidad espiritual, bajo los cantos gregorianos, en las capillas, entre la penumbra y la austeridad de la piedra; momentos de emoción estética en los claustros con los frescos, de estupor ante la combinación y riqueza de estilos ornamentales arrimados los unos a los otros; de placer contemplando los trampantojos y el 'árbol de la vida', tan cargado de símbolos transparentes; de sorpresa con los libros antiguos y la Biblia del Oso; de admiración frente a la Virgen de Lorenzo de Mercadante y al retablo de Martínez Montañés; de asombro por la riqueza y la cultura del poder.

Hay dos momentos de sentimientos dramáticos: uno por el trágico final de doña María Alonso Coronel y su sirvienta doña Leonor Ávalos, y otro que es muy de esta tierra, de donde debió salir el dicho de 'sacar los pies del plato'. Aquí a quien los saca se le sustituye inmediatamente; y así fue como sustituyeron a los Cistercienses por los Jerónimos y a éstos -a quienes se les llamó Isidros- no sé por quién pero por alguien tuvo que ser porque también los quemaron, como a doña Leonor. Un sistema tan expeditivo como aleccionador.

En realidad, lo de quemar a la gente viva no se trata de una característica especial de este lugar ni siquiera de este país; ha ocurrido en muchos lugares en diferentes momentos de la historia y hace muchos, muchos años; pero cuando, por alguna casualidad, me acerco a algún drama como estos, no puedo dejar de pensar en lo difícil que le ha resultado siempre a esta ciudad asimilar las novedades culturales, como si encerraran perversiones y peligros insondables. Peligros que, si realmente existen, son inevitables y creo que siempre es preferible conocerlos y estudiarlos que intentar frenar el tiempo.

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