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Columna
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Sangría

San Pantaleón:

Soy un señor mayor con menos años de los que quisiera y más de los que aparento. Mi esposa y mis tres hijas me tildan de antiguo, razón por la cual se van de vacaciones dejándome en Madrid solo como la una y sosegado como el crepúsculo. Las amo, pero me salieron rana: mi señora vota a la izquierda, mi primogénita es enlace sindical, la mediana pertenece a una célula antiglobalización, la pequeña fuma canutos y se mofa del alcalde Manzano porque 'tiene fervor pero le falta un hervor imposible'.

Son agnósticas y del Atlético de Madrid por llevarme la contraria. Omito los comentarios de esas descarriadas sobre lo que pasa con su sangre de usted cada 26 de julio en el monasterio de la Encarnación de Madrid, en leal competencia con el san Jenaro napolitano, otro pura sangre de portentos relacionados con leucocitos. Aprovechando la ausencia de mi familia, realizo a mis anchas ejercicios de devoción de diverso calibre. Ayer, sin ir más lejos, ávido de milagros y hematíes, me presenté a primera hora en la Encarnación.

Con encomiable sangre fría, simulé un desmayo místico por ver si me hacían una transfusión de su plasma de usted, san Pantaleón. No pudo ser. Las jerarquías, señor, siempre se muestran esquivas con lo sublime. Sólo conseguí que un mancebo me regalara, a cambio de tres euros, el Calendario Zaragozano. En el santoral de la citada obra, descubrí que san Pantaleón, al margen de otras consideraciones, es el abogado contra la langosta. Mal augurio, porque mantengo relaciones fluidas con los langostinos. Eso me hundió.

Recorrí diversas tabernas. Solicitaba sangre, pero entendían que se trataba de sangría. Sin percatarme del trueque, bebí sangría hasta el borde del delirio. Me hervían las venas y notaba que se me estiraban los colmillos, como a los vampiros. Mi estómago era un volcán, mi cabeza un cráter, todo el cuerpo una brasa, pura calentura. Abrí el Calendario Zaragozano y allí encontré la paz: el miércoles es san Ignacio de Loyola, abogado contra la calentura.

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