La religión de los hijos
Lo último que yo podía imaginarme que iba a escuchar en mi vida es que los hijos son una religión, que vivimos en una sociedad en la que algunas generaciones, muy particularmente la mía, hemos hecho una denodada contribución a que el fervor religioso de los hi os sustituya viejos fervores olvidados, religiones que el tiempo hizo caer por su propio peso.
A los más agnósticos nos cuesta hacernos a la idea de otras religiones posibles, el asunto lo teníamos resuelto desde hace años. Uno respeta la religión, las religiones, y vive como puede con su conciencia civica, convencido de que el bien es infinitamente mejor que el mal y que la malbaratada bondad humana es lo más hermoso que puede albergar nuestro corazón.
Eso de que los hijos son una religión fue una idea que me desconcertó: la religión que ya no teníamos ni necesitábamos, una religión familiar asumida con frecuencia con ese grado de compromiso, creencia, liturgia y hasta fanatismo con que se asumen las verdaderas religiones. Una religión no religiosa sino surgida de los afectos, ocupaciones y preocupaciones con que los hijos pueden hasta secuestrar la vida de los padres.
Porque de eso se trata, eso es lo que expresa de forma tan extremada la idea de la religión de los hijos: los hemos puesto en un altar, somos sus devotos, vivimos para ellos, estamos entregados a su culto y poco queda en la vida que no circule a su alrededor, al menos con la intensidad y la obsesión con que la idolatria se impone por encima de todo lo demás.
Los hijos dioses con la iglesia que los acoge y preserva y la fe que en ellos sostiene nuestra creencia, la convicción de que sin esa religión debida no sufragaremos los débitos contraídos, no obtendremos el cielo de su felicidad, aunque la nuestra se vaya al garete y, con tanta adoración, los hagamos unos desgraciados.
Ya se sabe que la dinámica religiosa, los excesos de la fe, tienen más de un componente demoledor, la vía del fanatismo es un punto de llegada nada piadoso, la irracionalidad es el mejor conducto de la destrucción y de la falta de respeto.
La religión de los hijos sería como una coartada de la mala conciencia de los padres, la animosa entrega con que los padres intentan cumplir no ya sus obligaciones de tales, sino el sacrificio que los haga merecedores de su condición, como si esas obligaciones no tuvieran límite, ni siquiera el de la propia libertad de los hijos, como si para congraciarse con ellos ni siquiera la generosidad tuviera fondo: el mundo debe de estar al servicio del Dios que lo creó, ese Dios escindido en tantos dioses como hijos es el que, desde ellos, impone la obligación y el culto.
Parece una idea descabellada y, sin embargo, debo reconocer que, desde que oí la dichosa frase, el desconcierto se fue transformando en zozobra e inquietud, ya que de una idea inquietante se trata. Los hijos son nuestra religión, y es como si nuestra conciencia de padres tuviese más agujeros de los debidos, fuese una conciencia dañada por lo que en su día nos cayó encima, aquellos padres autoritarios que, con frecuencia, nos festejaban con la misma naturalidad con que nos llamaban al orden o nos daban una bofetada.
¿Y ellos qué hacen, qué les sucede a esos hijos colocados en el altar, dueños de sus caprichos y resoluciones, adorados y requeridos para que los padres puedan de veras sentirse santificados?
Generalmente los santos están a gusto en sus peanas, los altares son sitios cómodos, la liturgia administra bien el incienso y la sublimación del sacrificio, los favores suelen concederse a quien suplica y los padres religiosos son, sin remedio, suplicatorios.
Los hijos asumen su condicíón de objetos religiosos, se dejan querer, se dejan adorar, perdonan y absuelven a los padres impetratorios cobrando su tributo, aguantan en la peana todo lo que pueden.
La mala conciencia de los padres se corresponde bien con una conciencia más relajada de los hijos, probablemente no una conciencia satisfecha, no vayamos a exagerar, pero sí una conciencia problemáticamente satisfactoria, que obtiene los buenos réditos de la situación y se conduele de las irremediables insatisfacciones, ya que todos sabemos lo problemática que resulta la felicidad, un bien siempre escaso que los padres pechan por ceder a los hijos sea como sea.
Aquella otra idea de que no hace falta religión alguna para ser feliz, se constata en los penosos resultados que día a día comprobamos en las esferas familiares donde andamos metidos: la religión de los hijos no es el aval de la felicidad de los mismos ni, por supuesto, el mejor conducto para la de los padres.
No hace falta la religión para ser feliz, ni siquiera para intentarlo, posiblemente tampoco para ser infeliz, pero lo que está claro es que esta nueva religión viene contribuyendo con mucha eficacia a la infelicidad de los padres, a que nuestra realidad familiar esté llena de padres infelices.
El hecho de que también pudiéramos llegar a constatar que, por el mismo camino religioso, en la misma esfera se procrean hijos infelices, ya sería el colmo de la miseria: con tan penosa religión lo que habríamos logrado hacer es, con perdón, un pan como unas hostias, un altar lleno de mártires, una infeliz generación llevada al punto contradictorio de la adoración y la desgracia: padres infelices, hijos desgraciados, padres angustiados, hijos zozobrantes, padres generosos, hijos egoístas cuyo egoísino acaba perturbándolos. Padres e hijos, al fin, necesitados de apoyo psicosocial, seres humanos extraviados con ese tipo de extravío que da un poco de vergüenza reconocer.
Los padres infelices, que en sus vidas y destino instauraron la religión de los hijos, obtienen su dosis de infelicidad del propio lío religioso en que se metieron, de los débitos y las liturgias de un compromiso espiritual y material que, por disparatado, no podía acabar bien, no ofrecía una opción salvadora. Al menos las religiones convencionales suelen ofrecer esa opción, ese premio: cumples y te salvas. Aquí es prácticamente imposible cumplir, ya que la devoción no tiene fondo, y el hijo desgraciado es el espejo de la desgracia del padre que no logró concederle todo lo que pedia o lo que él creyó que necesitaba, siempre mucho más de lo razonable, siempre el doble o el triple de lo que se debiera calcular.
Los infelices padres que viven esa contradicción, con mayor o menor conciencia, con algún que otro ramalazo de lucidez que apenas contribuye a incrementar la amargura, adoran a los hijos y saben que la adoración no será el motor de su felicidad, apenas el aval de algunos placeres transitorios, de algunos buenos momentos, de alguna retribución cariñosa con frecuencia interesada.
Son infelices y saben que sus hijos administran la desgracia de sentirse desgraciados. En la religión el hijo es un administrador, también contradictorio, de los débitos y sentimientos, los afectos no se discuten pero bien sabemos que los afectos promueven intereses no menos contradictorios: una buena administración religiosa de los sentimientos garantiza buenos dividendos, por mucho que esos dividendos tengan habitualmente un componente vergonzante.
Ya se sabe que es infeliz quien no alcanza u obtiene la felicidad requerida, pero también llamamos infeliz al bondadoso y apocado, al pobre hombre. Los padres infelices tienen la suerte adversa y son, a la vez, unos pobres desgraciados. Lo que no obsta para que se sientan recompensados en su desgracia, ya que la religión irradia ese tipo de compensaciones más figuradas que reales. La vieja idea del deber cumplido provoca retribuciones morales de alto copete, tan inciertas como engañosas, pero por algún conducto hay que obtener la retribución que sea, la cara del infeliz conmueve, a veces, como la cara del bobo pero también enoja cuando se parece demasiado a la cara del tonto del culo.
La vida se complica y todos tenemos la sensación de vivir una vida complicada, más complicada de lo que debiera, más engorrosa y llena de quebrantos inmerecidos.
Tienen razón quienes afirman que ganamos en complicación lo que perdemos en complejidad, que la posibilidad de vivir una realidad compleja se deteriora para hacerse inútilmente complicada. Lo complejo es siempre un grado de enriquecimiento, lo complicado lo es de inutilidad, una vida más complicada es siempre una vida más estúpida, debiéramos evitar las complicaciones y buscar las complejidades, pero a veces no nos dejan.
Las opciones de lucidez se corresponden mal con la decisiones regladas, y también es frecuente que uno tenga la sensación de que las complicaciones se multiplican en la maraña de una sociedad enredada y enredadora que quiere complicarnos para hacernos cómplices, que necesita nuestra simplicidad para ajustamos a sus designios.
De las peligrosas complicaciones que procrea la dichosa religión de los hijos, que tanto me desconcertó cuando por vez primera se la oí mentar a mi hermano Fernando, que también pertenece a una franja generacional comprometida, comencé a percatarme cuando un día reencontré a uno de esos viejos amigos que aparecen y desaparecen en nuestras vidas cada muchos años.
-¿Sabes lo que soy? -me dijo al pie de la barra del primer bar, poco después de un mínimo repaso a nuestras existencias, donde citó su condición de prejubilado y una reciente operación de próstata-. Un abuelo desgraciado, ni menos que eso: un abuelo desgraciado...
Entonces supe que él, lo que él representaba, era algo parecido al último eslabón de la religiosa conducta, un derivado limite de las complicaciones de la vida que nos tocó vivir, de la inutilidad malsana de nuestras creencias.
-Mi hijo se casó -dijo mi amigo, con el cigarrillo temblándole en la mano izquierda y la copa en la derecha-. Nunca pensé que lo hiciera, mi mujer y yo estábamos resignados a no quitárnoslo de encima, a pesar de sus veintinueve años. En realidad, estábamos encantados de no quitárnoslo, tan frustrados como encantados, qué quieres que te diga. Felices de que no se nos fuera, infelices porque no se iba. Pero, al fin se casó, y tuvimos un nieto. Era lo que necesitábamos, lo más maravilloso que en la vida podía caernos, un regalo de los dioses. La experiencia de un nieto no puedes imaginarla, no hay palabras...
Mi amigo tenía nublada la mirada. Le costó trabajo llevar el cigarrillo a los labios, tuvo que dejar la copa en la barra.
Yo observaba inquieto aquel temblor religioso, recordaba sin ubicarlo el temor y temblor de algún filósofo de los que habían amargado mi juventud, cuando con la metafísica quise curarme de la religión, hasta que profesé la de los hijos.
-Ya sabes lo que mi hijo supuso para nosotros -dijo mi amigo, más emocionado de lo razonable, con ese temblor con que se habla de Dios-. El nieto era la consagración de nuestra existencia, la razón de nuestra vida, no sólo porque llenaba el vacío que el hijo dejó al irse de casa, porque nos hacía recobrar la mayor felicidad, una satisfacción insospechada. Hasta que lo perdimos, hasta que nos lo arrebataron, si puede expresarse de ese modo...
Complicaciones de esta vida complicada: la tasa de matrimonios que se casan y descasan, de parejas que van y vienen, aumenta sin tino. La vida misma. Nada que decir.
-Año y medio de matrimonio, teóricamente feliz... -decía mi amigo, que había vaciado la copa de un trago y solicitaba otra con apresuramiento- y si te he visto no me acuerdo. No se entendían, año y medio parece que ahora es tiempo suficiente para saber con quién te jugaste los cuartos, antes se aguantaba un poco más.
-Aguante y amargura... -musité yo, sin mucha convicción y haciendo lo mismo con la copa.
-Ella se llevó al niño, están arreglando los papeles de la separación, y el disfrute del nieto se fue al garete. Lo hemos perdido.
-¿Volvió el hijo? - quise saber, como si la curiosidad irradiara algo de consuelo.
-Volvió, para ayudarnos a llorar lo que llevamos llorado. Dios aprieta pero no ahoga, aunque no es lo mismo. Ganar otra vez al hijo por haber perdido el nieto es redoblar la desgracia. Y eso es lo que soy ahora, exclusivamente eso: un abuelo desgraciado. De mi mujer, ni te hablo...
Felicidad, infelicidad, desgracia, el famoso pan como unas hostias generacionalmente cocido, con un colofón tan contradictorio como apesadumbrado.
Mi amigo y yo salimos del bar como si saliésemos de la iglesia, igual que dos creyentes arruinados por la fe, hechos papilla.
-La vida, la puta vida... -dijo él, convicto.
-A lo mejor con un poco de suerte tu hijo encuentra un arreglo que le dure... -dije yo, con la conciencia de estar diciendo algo insustancial e inapropiado.
-Mi hijo es un santo, pero tonto del culo, ni arreglos ni apaños, sus padres por lo menos lo entendemos y lo queremos tal como es, no en vano lo llevamos sufriendo toda la vida.
Felices, infelices, desgraciados.
-Dios nos asista... -musité, indeciso de estrechar aquella mano temblorosa que era la muestra más palpable de la complicación y el extravío.
Es una religión sin curas, había dicho mi hermano Fernando, y por eso ni siquiera tenemos la posibilidad de protestar, el culto sin sacerdotes es una suerte de onanismo espiritual.
Luis Mateo Díez es escritor y miembro de la Real Academia Española.
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