Grial
En la mitad del camino que recorro a diario en la playa para purgar mi conciencia he adelantado a una muchacha anoréxica con la empuñadura de la espada Excálibur tatuada entre los riñones y el trasero. Sin duda, va en busca del Santo Grial. Existe una línea muy fina entre la vida y la muerte, y ése es el territorio donde se esconde esta copa que según la leyenda sacia el hambre y hace olvidar la servidumbre de comer sin que el cuerpo deje de nutrirse para mantener la fortaleza y conservar siempre la juventud. Da lo mismo ir hacia adelante o hacia atrás, el tortuoso camino que conduce hasta ese cáliz está dentro de uno mismo, pero para encontrarlo hay que ponerse a andar o correr sin parar. El vaho luminoso que mana de este recipiente sagrado alimenta sin que el organismo desarrolle ninguna capa de tocino, y esto, en la cultura occidental, mientras medio mundo se muere de hambre, es tanto como alcanzar la perfección. Pero es imposible sobrevivir sin comer. Ésta es la belleza del desafío. Quizá por eso, apenas con el esqueleto y el tatuaje, ella persigue el castillo invisible que sólo aparece cuando uno ha superado un largo trayecto de obstáculos, y que todavía aguarda una prueba sublime que te mata si tu cuerpo y tu alma no han alcanzado la máxima pureza y sintonía. Y es ahí donde siempre te absorbe el abismo. En cierto modo, también yo voy buscando el Santo Grial corriendo descalzo sobre la arena de esta playa de El Brosquil, atravesado por varias espadas psíquicas y sorteando algún mújol podrido, que acaso sea el pez de la sabiduría, mientras una nube de albatros cae en picado sobre un banco de alevines para merendar. Sin embargo, no trato de olvidar la comida sino estar legitimado para poder zamparme un bocadillo de mojama sin sentimiento de culpa. El Santo Grial le da a cada uno lo que busca. Por eso corro sin detenerme hasta que ante mí se abra la puerta resplandeciente de la nevera y caiga extenuado, como Lancelot, en un sueño iluminado por todas las antorchas del mundo. Todo está en uno mismo.
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